¨Yo no era feminista¨ nació en 2018 gracias a la iniciativa y el liderazgo de Verónica del Pozo Saavedra en Santiago de Chile y se convirtió en libro, gracias a un trabajo hermoso y colectivo. Al empuje de Vero, se unieron 9 amigas de diferentes países de América Latina que compartieron sus relatos, 10 ilustradorxs de diferentes partes del mundo que pusieron en poderosas imágenes lo que narraron los textos, 1 diagramador que ordenó de forma maravillosa los relatos y las ilustraciones, 1 editorial de mujeres fuertes que convirtió todo ese trabajo en un libro, 2 programadores que construyeron una plataforma de crowdfundig que permitió financiar la impresión y más de 200 personas que, creyendo en todo lo demás, aportaron económicamente para la impresión.
El libro conectó a las autoras entre sí y con mujeres de diferentes lugares del mundo. Los relatos y las ilustraciones hicieron que las lectoras se vieran reflejadas, miraran su propia historia y quisieran escribir también.
¨Yo no era feminista¨ pasó de ser un libro, a ser una comunidad. Por eso se crea esta plataforma, en la que podemos publicar y leer relatos de mujeres de todo América Latina y otros países invitados. Para mí es un orgullo haber participado de este hermoso proyecto, como primera venezolana que comparte su relato y por la compañía de Vanessa Tsoi como mi ilustradora invitada.
Mi historia
Crecí con una corona en la cabeza. Más que por apellido, por actitud. Fui la reina del carnaval de mi escuela y eso para mí, a mis 5 años, fue un acontecimiento importante, porque marcó un estilo en una vida signada por múltiples privilegios de los cuales no tomé conciencia hasta que fui grandota ya. Ni siquiera renuncié a reinar, cuando a los días de mi coronación mi sabia mamá, viendo que se me había subido literalmente la corona a la cabeza, se la devolvió a la maestra para que yo aprendiera a ser humilde. Lloré lágrimas de sangre esa tarde, pero mi soberano espíritu se mantuvo intacto.
Vengo de una familia clase media conservadora, que fue de menos a más con la ilusión del plan político que prometía la Gran Venezuela. Católicos, tradicionalistas, practicantes de las buenas costumbres, amorosos. Fui una niña modelo en disciplina, excelente estudiante, lectora ávida de todo lo que me cayera en mis manos. Líder en mi colegio, elegida para decir las palabras de grado, miembro del equipo de gimnasia rítmica, asistente de los maestros para hacer listas de quien se portaba mal o no hacía la tarea, presidenta de la Sociedad Bolivariana a mis 10 años. Nunca supe lo que fue perder una materia o repetir un curso.
Estudié en un colegio experimental mixto que me dio las mejores bases formativas de las que se disponía en mi medio, pero al terminar la primaria, viendo que era muy chiquita en tamaño y el país estaba en medio de protestas políticas fuertes, mis padres decidieron enviarme a un colegio de monjas muy exclusivo, de puras niñas, donde se rezaba todos los días y donde casi todo era pecado. Yo hubiese deseado ir al liceo público donde mandaron a mi hermano, pero igual me porté bien… a punto de que, si se sospechaba de algún problema generado por las alumnas, las monjas decían “si Susana estaba allí seguro no pasó nada”.
Veía con recelo y antipatía a las compañeras alborotadoras, a las contestonas, a las rebeldes. No las entendía. Pensaba que tenían algún problema personal, fallas familiares. Orden y disciplina era lo que les hacía falta, pensaba yo. ¡Era tan fácil portarse bien!
Hasta que llegué a la universidad a mis 16 años a estudiar psicología. Allí como que se rompió el modelo que traía en mi cabeza a partir de lo que empecé a vivir y aprender. Dejé de ir a misa, comencé a fumar, iba sola a playas y paseos, me hice de amigas “locas”, desobedecía a mi papá; por primera vez tuvimos peleas épicas en la casa. Me ponían a mi hermano menor a cuidarme en las fiestas para poder salir. La niña perfecta no lo fue más.
Sin embargo, años más tarde me gradué, me casé de velo y corona, tuve hijos, los bautizamos, volvió la paz a la casa. Pensé que aquello había sido una fase, una crisis adolescente, un paréntesis que superé. Juro que intenté volver a ser la que se porta siempre bien, pero el propósito no me duró mucho. A los siete años me divorcié y perdí el trabajo, todo junto.
Yo creo que, por primera vez ante esa crisis, puse cable a tierra y me tomé en serio eso de autogestionarme, de entender lo que la independencia implicaba, lo que era ser autónoma financieramente, de ponerme las pilas para sostenerme y ahora con dos niños bajo mi responsabilidad. Porque entre otras cosas, a esa edad, yo no tenía ni cuenta bancaria, ni referencias comerciales, ni crédito alguno. Dependí primero de mi papá y después de mi marido. Me tocó armar todo eso desde cero.
Hoy tengo una posición alta en una gran corporación a la cual llegué con mucho trabajo, habiendo pasado por distintos cargos y experiencias que me quitaron horas de vida personal, porque para mantenerme en la carrera tuve que priorizar los requerimientos de la empresa por encima de la familia. Y lo hice. Me perdí muchos momentos importantes de la vida de mis hijos e incluso me mudé de ciudad para aprovechar mejores oportunidades laborales. Me entregué completamente al trabajo.
A dos mujeres tengo que agradecer todos los años que vinieron, Angela y Tinti. Sin ellas, las ángeles que criaron a mis hijos, no hubiese podido avanzar en mi carrera con la tranquilidad de tener la casa al día y los cuidados garantizados. Par de costeñas colombianas que fueron mi apoyo, mis hombros, mi desahogo.
Luego conocí al amor de mi vida. Un hombre al que le llevo unos cuantos años, todo un reto decirle al mundo que amaba a un joven – con quien no tuve hijos, él ya tenía dos de su anterior relación – y que hoy me acompaña en una suerte de amor idílico por sincero y libre de las ataduras culposas típicas de una relación controladora.
Aún, a esas alturas, no me había descubierto yo feminista. Nunca supe que había algo llamado feminismo. Lamento haber llegado tarde a pensar en todo ello. Ya algo me sospechaba yo, pero no lo tenía del todo claro. Recuerdo en una cena navideña donde todas mis tías, hermanas y primas habían cocinado algo, menos yo, que siempre odié la cocina y las labores domésticas. Entonces, mi hoy ex esposo, dice en voz alta: “pregunten a Susana qué hizo ella…” Mi papá, que habla muy poco, en ese momento respondió: “¡ella no fue educada para eso!”. Mi sensación de regocijo fue enorme, me sentí vengada. Celebré que pusieran en su sitio a quien cuestionaba mis actuaciones. Mi padre machista me rescató esa noche de mi marido machista.
Pero fue mucho después, pasados mis cincuenta, que los cabos se fueron atando. No sé si llamarlo epifanía, pero al ver un video de una mujer explicando lo que significa patriarcado, fue que entendí.
Supe entonces que aquel modelo de niña impecable era parte de un papel que interpreté muy bien, buscando reconocimiento y aceptación de mis maestros, de mis padres, de la iglesia, de la autoridad. Que casarme porque tocaba no fue una buena decisión por prematura, por cumplir un rol, por presión social. Que no haber sido formada para ser sostenible financieramente me condenó a vivir años en una relación que no quería.
Que haber abandonado a mis hijos para poder cumplir mis ambiciones profesionales es parte de la cruel manera en que la vida empresarial está organizada, que te obliga a elegir entre familia o trabajo- y que, además, esa pregunta no se le hace a ningún hombre.
Que la culpa con la que viví todos esos años por no ser la madre 24 horas que se suponía que debía ser, no tenía fundamento, porque es una manipulación que nos deja por fuera de toda aspiración. Que necesité el auxilio de otras dos mujeres pobres a quienes pagué para que se encargaran de mi casa y asumir la carga doméstica.
Aprendí que puedes ser mujer patriarca sin saberlo, rechazando a la otra, a la hermana, a la diferente. Que aquellas rebeldías de las de mi colegio que tanto critiqué por sentirme amenazada, eran manifestación sana y pura del deseo de ser libres. Que las mujeres existimos para apoyarnos, porque tenemos una suerte de acuerdo tácito y solidario entre nosotras para entendernos casi sin hablar y que poco lo agradecemos.
Que mi terror a que se notara que mi marido era más joven que yo, tenía que ver con el paradigma de que el sexo en las mujeres se permite solo si es para reproducción y no para el placer. Que los hombres actúan como lo hacen porque no han aprendido otro modo, menos duro, más inclusivo de ser. Y que los padres y madres hacen lo que pueden con lo que saben y tienen.
Entonces, y por todo ello, decidí hacerme feminista activista para acompañar a niñas, adolescentes y mujeres a no caer en las mismas trampas que yo caí. Desde los enormes privilegios que me dio la vida, decidí dedicarme a despertar conciencias para hacer evidente la estructura que nos domina y nos oprime. Decidí ayudar a que las que avanzan no lo vivan con culpa, a que las rebeldes tengan su espacio y expresen y hagan lo que les dé la gana y se les respete por ello.
Trabajo para que ninguna más se nos quede atrás. Intento hacerlo de las formas más creativas posibles, para que los saberes feministas lleguen a tiempo a quienes los necesiten. Para que el conocimiento les ahorre sinsabores, malas decisiones y sobre todo les quite la ceguera ante las posibilidades, reconociendo y luchando por el poder que tienen de elegir la vida que deseen para sí mismas.
Hoy sigo llevando mi corona. No dejo de intentar reinar, pero lo hago con mirada más atenta, más serena, más amable para mí y las mujeres y hombres de mi vida.
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Relato publicado en www.yonoerafeminista.com