Cuando era niña, a una de mis maestras le preocupaba muchísimo que me disgustara con enorme facilidad. Insistía siempre que podía en que “la rabia no era una emoción bonita” y que lo más “educado” que podía hacer era contenerme. Cuando le preguntaba por qué motivo debía reprimir una emoción que me parecía tan válida como cualquier otra, invariablemente me respondía lo mismo: “Una mujer decente no se disgusta en público”. Nunca entendí muy bien que quería decirme o que consideraba como una mujer decente, pero con el tiempo decidí que tal vez yo no lo era, o lo sería en un futuro próximo.
Porque provengo de una familia de mujeres que se disgustan, que gritan y que cuando la ocasión lo amerite — y en algunas en que no — dicen groserías a gritos. Que asumen la ira como una idea natural, que se encolerizan — y lo demuestran — con la misma naturalidad que la risa o el llanto. En mi casa, disgustarse estaba bien, era admisible sano y espontáneo. Enfurecerse, era la manera más rápida de demostrar frustración o descontento. En otras palabras, me educaron para considerar la cólera como una emoción, no como un tabú y mucho menos, algo que debiera esconder o disimular.
Pero, en la sociedad donde crecí, que una mujer se disguste nunca parece ser aceptable. Desde la maestra de rostro borroso en mis primeros años de colegio hasta amigas y conocidas que se sorprenden por lo que llaman “mi impulsividad”. El disgusto, la cólera y la ira, parecen formar parte de esa serie de sentimientos que se consideran vergonzosos, incluso directamente inadecuados para una mujer. En más de una ocasión, me han llamado “malcriada” por disgustarme de manera muy visible y física y con frecuencia, ese rasgo de carácter mío se considera una debilidad.
Sin embargo, continuó expresando la cólera de la manera más sincera que puedo, quizás por mero instinto o por esa sensación que la ira, es de hecho una metáfora tan válida como cualquier otra de mi identidad. Eso, a pesar de que Venezuela es un país caribeño que se precia de serlo y que celebra las emociones como parte de su “idiosincrasia”. Pero para la mujer, el límite entre lo que se puede y debe sentir, parece ser una herencia cultural restringida y sobre todo, directa consecuencia de lo que se considera su rol social.
Y es que la ira, el mal humor y todo ese espectro de emociones no tan agradables, parecen estar sometidas a ese incómodo escrutinio público que las señala como poco menos que “inadecuadas”. En una sociedad donde hasta hace menos de cincuenta años se recomendaba a la mujer “su mejor sonrisa” incluso en las situaciones más duras y dolorosas, la cólera parece ser un elemento que no encaja muy bien en esa imagen idílica y etérea de lo femenino. Porque una mujer que se disgusta parece romper con ese estereotipo tan tradicional de la dulzura y la amabilidad femenina. Esa concepción de la mujer como una criatura que debe controlar como se expresa y sobre todo, mirarse así misma a través de cierto comedimiento emocional.
Mi amiga K. suele contar una anécdota que resume esa ambigua percepción cultural sobre el disgusto femenino. En una ocasión se encontraba en un supermercado cuando tropezó con un anaquel y soltó una palabrota en voz alta. De inmediato, recibió miradas escandalizadas e incluso un hombre le recomendó “moderarse”. Cuando preguntó en voz alta por qué debía hacerlo, el mismo hombre la imprecó en voz acusadora como “vulgar”. Mi amiga se sorprendió de la molestia que parecía haber causado el simple hecho de expresar su malestar con una palabra malsonante.
— Me reclamó que “mi falta de respeto” era inadmisible en una dama — me comentó cuando me narró la incómoda escena — Cuando le pregunté si una mujer no tenía derecho a enfurecerse, me dijo que “para eso” era una mujer y debía dar el ejemplo.
No es una idea nueva. De hecho, la mujer “furiosa” parece formar parte de un mito cultural, una imagen enrevesada que incluso llega a interpretarse como absurda. Son pocas las figuras históricas, mitológicas o incluso públicas que asumen el disgusto como algo positivo. Hera, enfurecida contra las infidelidades de un lujurioso Zeus, pero cuya ira parecía expresar más dolor que otra cosa. Las Amazonas, masacradas por el semi Dios Hércules, por el solo hecho de considerarlas peligrosas y combativas. La Medusa, enfurecida con su melena de serpientes siseando para convertir en piedra a quienes osaran mirarla. Medea, cruel y enloquecida, utilizando la ira como un arma en contra de su propia carne, una leyenda cargada de simbología que aún desconcierta por la manera como reconstruye la visión de la mujer sabia en la mujer nociva.
Porque la cólera femenina, en todas las culturas y sociedades, siempre fue una rareza, una imagen absurda. La mujer no podía sentir ira, o al menos de una manera tan libre y tan completa como puede sentirla un hombre.
Durante las primeras décadas del siglo XX, la imagen de la mujer se revalorizó, luego de siglos de invisibilidad y menosprecio. Los grandes conflictos bélicos obligaron a la mujer a sustituir al hombre en lo laboral y a abandonar esa selectiva visión sobre lo femenino circunscrito al cuidado del hogar. La transformación fue inmediata: la integración de la mujer al trabajo y sobre todo, la previsible independencia económica crearon un nuevo estereotipo femenino hasta entonces desconocido.
Fuerte, audaz, con una nueva capacidad para comprenderse a sí misma, la mujer trabajadora fue una nueva interpretación de lo que hasta entonces habían sido los parámetros “aceptables” sobre lo femenino. La mujer incluso se concibió así misma de una manera nueva. De la pasividad que se asumía era parte del rol femenino, hubo una evidente transformación en una figura cultural mucho más fuerte. La mujer de la postguerra se transformó en un icono impensable en décadas anteriores: la revolución del pensamiento y la identidad femenina, la visión de la igualdad más cercana que nunca.
O así pareció ser. Y sin embargo, la reacción cultural fue inmediata: los años cincuenta parecieron insistir de nuevo en recuperar ese rol primario de la mujer, en construir una imagen a la medida de las tradicionales aspiraciones y tópicos sobre la feminidad. Sobre todo, en EEUU que, reconstruida y renovada luego del triunfo de la Segunda Guerra Mundial, promovió una interpretación sobre lo social que apelaba a lo tradicional como necesario. La publicidad mostró a la familia modelo y a la mujer extraordinaria, siempre sonriente, impecable y amable. La madre que cuidaba a los hijos se ocupaba del marido y mantenía el hogar impecable como parte de su legado histórico. En repetidas oportunidades, la edulcorada visión de la mujer sonriente, llevando vestidos primorosos y sometida a la voluntad del patrimonio doméstico se mostró como imagen de la felicidad idílica.
Por supuesto, esta mujer “perfecta” no se disgustaba. Mucho menos se tomaba la libertad de sentir cansancio o tristeza. De la misma mujer que su antecesora “la mujer exquisita” victoriana, la mujer “perfecta” de los años cincuenta, ocultaba las emociones que no parecían encajar en ese gran patrón de conducta universal que exigía y presionaba hacia una imagen plácida, amable, siempre cristalina. La mujer de los cincuenta revoloteaba entre esa perspectiva del hogar debido hacia una concepción de sí misma incompleta, fragmentada. Desde la imagen impecable hasta esa necesidad de disimular el malestar emocional, la angustia y el dolor, la mujer “perfecta” pareció reconstruir esa vieja idea sobre lo femenino sometido a una presión histórica insoportable.
No obstante, la década de los sesenta “liberó” — otra vez — a la mujer. El amor libre, la pastilla anticonceptiva, un nuevo conflicto bélico que transformó y modificó los patrones de conducta, brindaron a la mujer una definitiva independencia, apenas vislumbrada durante los años cuarenta y que la década inmediatamente posterior cercenó con una claustrofóbica reconstrucción del rol de la mujer.
Pero el vendaval de una nueva época, trajo consigo que la mujer se reinventara a su manera, asumiera la responsabilidad en la lucha por sus reivindicaciones, se enfrentara a esa vieja imagen sobre quién podía ser y lo que podía aspirar. La mujer conoció no sólo el valor de la independencia económica, sino también la moral, la espiritual y emocional.
Aun así, la mujer continúo sin disgustarse. O continuó considerando que la furia no era un atributo femenino. La mujer ahora se consideraba muy madura para los arrebatos de pura ira, para las mejillas enrojecidas, los puños apretados, el ramalazo de pura furia expresando ideas tan primitivas como confusas. Pero reales. La mujer siguió apretando los dientes, sonriendo como mejor podía, susurrando su disgusto. Porque quien se encoleriza, parece trasgredir ese límite sutil entre lo que se considera deseable — el control de las emociones, la racionalización de los impulsos- y ese otro aspecto mucho más salvaje, incluso impredecible a la que la mujer siempre se le prohibido disfrutar.
Por décadas, la cultura siguió mostrando a la mujer que se disgusta como una vulnerable, frágil, impredecible, poco confiable. Como en años anteriores, la cólera siguió siendo produciendo desconfianza, preocupación e incluso algo tan ambiguo, como una especie de cualidad de un tipo de mujer “distinta”.
Y es que la cólera — esa emoción tan poderosa como desconcertante — parece brindar un tipo de libertad sensorial de la cual la mujer nunca ha disfrutado por completo. La ira que te hace gritar, que te hace perder el control y que en un hombre se considera sorprendente, pero en ninguna forma singular, en la mujer parece provocar cuando menos desconcierto. O eso parece sugerir esa insistencia de la mujer ecuánime, serena que parece ser parte de la imaginaria popular.
— La ira es una emoción que sugiere una pérdida de todos los límites, que te hace ser un poco menos racional y más libre de obedecer tus impulsos — me comenta Juan Sánchez, psiquiatra clínico dedicado al control de la ira. Cuando le pregunto sobre la mujer iracunda y el desconcierto que produce, mueve la cabeza con preocupación — a la mujer se le enseña a no enfurecerse, a reprimirse, a intentar mostrar siempre su mejor cara. Eso, por supuesto, puede ser confuso y devastador.
Me cuenta que una de sus amigas más cercanas pasó la mitad de su vida intentando no encolerizarse, a pesar de su infelicidad conyugal, de una difícil situación económica y finalmente, los problemas de conducta de uno de sus hijos. La mujer insistió siempre que pudo, que la ira no sólo no “solucionaría nada” sino que era una expresión primitiva “que debía ser controlada”. Juan se preocupó por lo que podía significar esa contención y le recomendó en varias oportunidades que se permitiera enfurecerse. Pero su amiga no lo hizo. Luego de diez años de sonrisa forzada, la mujer enfermó.
— Nadie supo muy bien que le ocurría: era una mezcla de gastritis, problemas cervicales y una depresión muy profunda — me cuenta Juan — por último, un amigo de la familia le sugirió que dibujara sus pensamientos. Cuando comenzó a hacerlo, dibujó cientos de paisajes al rojo vivo, incandescentes, llenos de enormes llamas calcinantes.
Una imagen sugerente que sin embargo, no lograba explicar los padecimientos físicos de la mujer. Por último y luego de casi seis meses de tratamientos médicos infructuosos y todo tipo de terapias y medicamentos, la mujer arrojó un plato al suelo. Le contó a Juan que el primero fue un accidente, pero los que siguieron fueron una forma de expiación. Continuó rompiendo platos, la carísima porcelana que atesoró durante su largo matrimonio. Luego salió de la casa donde había vivido por veinticinco años con su esposo y no regresó. Un año después, divorciada, volvió a encontrarse con Juan. “Solo me hacía falta mandar al carajo todo” le explicó.
— La ira es un tema de manejo de las emociones. La ira descontrolada es un arma filosa y peligrosa. La ira reprimida llega a enfermarte — me explica Juan — entre ambas cosas hay un equilibrio de lo que se considera saludable que a la mujer nunca se le ha permitido llegar.
Charlotte Perkins era una madre norteamericana que en el año 1880 sufrió una gravísima crisis de nervios. Debido a eso, su familia le hizo consultarse con el doctor Mitchell, por entonces el especialista más célebre de EEUU en lo que se solía llamar “histeria femenina”. Cuando le preguntó que suponía le había provocado el violento ataque emocional, Charlotte le explicó que todo había comenzado luego de los primeros años de casada. “Callarme lo que quiero decir, lo que necesito decir, me hace más daño que un cuchillo” le respondió. El doctor Mitchell juzgó su caso como “una severa forma de neurosis femenina”.
El libro “Por su propio bien” de Ehrenreich y English, describen con sumo detalle el tratamiento de que Mitchell recomendó a una confusa y angustiada Charlotte Perkins “Lleve una vida lo más hogareña posible, tenga a su hija con usted todo el tiempo, no preste atención a la ira. Cuando la sienta, trabaje. Cuando se disguste, sonría. Disimule la furia. No tenga más de dos horas de vida intelectual al día”. Durante meses, Charlotte intentó seguir el tratamiento y casi enloqueció, como lo cuenta con gran detalle en el libro: “Estuve peligrosamente cerca de perder la razón. La agonía mental se hizo tan insoportable que me sentaba con la mirada vacía, moviendo mi cabeza de un lado a otro”.
Finalmente, Charlotte estalló: en una tranquila comida familiar, comenzó a gritar improperios y reclamos al marido, arrojó la cena al suelo, se permitió gritar hasta quedarse sin aliento. Meses después, divorciada y aún en plena recuperación mental, se mudó al otro lado del país con su hija, se hizo escritora, pionera del activismo feminista, publicó un libro contando su historia y se describió a sí misma como “libre”. Más adelante, admitiría que ser capaz de enfurecerse fue el primer paso para lograr un tipo de libertad que siempre había deseado y que jamás había logrado alcanzar.
La historia parece tener una visión sobre la mujer profundamente limitada. Desde la dócil costilla de Adán, hasta la mitológica mujer furiosa, parece haber una grieta entre lo que se concibe como necesario y evidente en la mujer y algo más. No obstante, pienso en ocasiones, la ira femenina, es quizás uno de esos misterios imposibles de cuantificar, aplastado bajo la losa de la historia doméstica y distorsionado bajo la idea nebulosa del deber ser.