Hace poco, veía la insustancial película «Ricki and the Flash» del director Jonathan Demme y a pesar de sus torpezas narrativas, una de sus escenas me perturbó. En ella, Ricki —personaje interpretado por la actriz Meryl Streep— mira a la cámara y sonríe con una profunda tristeza.
Lo hace desde un pequeño escenario de madera donde un grupo de músicos envejecidos la acompaña en una actuación torpe y deslucida, que sin embargo, su personaje parece disfrutar más que cualquier otra cosa. Tal vez por ese motivo, resulta casi doloroso su gesto cansado y melancólico cuando micrófono en mano, comienza a contar el durísimo trayecto que le ha traído a ese deslucido bar en compañía de una banda desconocida. Con la voz ronca y los ojos muy maquillados llenos de lágrimas, Ricki explica a quien quiera escucharla ese deambular por la pasión, el dolor y los sueños que explica, pudo destruir su vida.
—Y todo porque deseaba cantar y también era madre —dice mientras la pequeña audiencia que la mira entre sorprendida e incómoda desde las mesas y rincones del local—. Todo porque cuando comprendí que amaba cantar más que cualquier otra cosa, era un ama de casa de los suburbios con tres chicos y una hipoteca. Una mujer que debía sólo ser mujer en lugar de cantar.
Sacude la cabeza, se aferra el micrófono. A su lado, el bajista inclina la cabeza con pesar. Pero cuando extiende la mano para acariciar el hombro de Ricki, ella se suelta de la mano y el consuelo y encara al escaso público, enfurecida.
—Mick Jagger estuvo con miles de mujeres durante su carrera y embarazó a unas cuentas —Ricki ahora levanta la voz, le tiemblan las manos— fue padre pero nadie le exigió se quedara en casa cuidando a los chicos, que renunciara a sus sueños. Porque Mick Jagger puede ser cantante y padre y nadie le odiará por eso. Nadie le señalará por eso. Nadie le exigirá renuncie a lo que ama por ser simplemente lo que debe.
Ricki tiene suficientes razones para sentirse enfadada, triste y rota. Cincuentona, empleada de supermercado de día y cantante anónima de noche, lleva una dura y difícil relación con la familia que abandonó por la música hace más de dos décadas. Se enfrenta con el resentimiento de los hijos que desconfían de ella, la mirada compungida del marido que dejó atrás e incluso, la irritada crítica de la nueva esposa que no duda en insistir “tomó su lugar” cuando “destruyó a la familia”.
Con enorme torpeza, Ricki intenta consolar, complacer e incluso, asume el peso de su decisión desde una tristeza madura e inquieta, que sin embargo no hace más que profundizar la brecha entre los hijos que crecieron sin conocerla y su propia vida. Como si la mera decisión de Ricki de no ser la madre y esposa tradicional —porque de eso se trata la apuesta que jugó y perdió— fuera una ruptura imperdonable no sólo para quienes le rodean sino para sí misma. Envejecida y cansada, Ricki ahora se cuestiona sobre el escenario ese sufrimiento insistente y esa pérdida irremediable de una parte de su vida que aún atesora.
—Pero mientras Mick Jagger puede recorrer el mundo y cantar siendo padre y nadie se preocupa porque lo haga… una mujer debe sufrir el castigo por hacer algo parecido —insiste Rick, aferrada al micrófono como si estuviera a punto de caer al suelo de puro cansancio y desazón—. Porque una mujer no puede renunciar a ser mujer para ser ella misma. Una mujer debe cumplir con su papel sin atreverse a contradecir lo que se espera de ella.
Mientras la película transcurre, me abruma una sensación de profunda tristeza. No sólo por las palabras de Ricki —que continúa cantando con voz cascada desde la pantalla del televisor como para consolar su íntimo sufrimiento— sino por lo realista que resulta. El dilema que Ricki plantea —y que la película analiza de manera superficial— es quizás, una de esas perspectivas más duras a las que debe enfrentarse una mujer, antes o después, en medio de una sociedad que insiste en restringir su papel y sobre todo, su rol a una visión tradicional sobre lo femenino.
Y es que para la mayoría de las mujeres de nuestra época, la dicotomía entre el deber ser y las aspiraciones personales, parecen encontrarse en un terreno árido e indefinido, a mitad de camino entre la identidad social y algo mucho más complejo y doloroso como lo es la individualidad.
Ya lo decía Virginia Woolf en su libro Una habitación propia, quizás el manifiesto más firme y enérgico sobre el derecho femenino a la creación individual: “toda mujer necesita de un espacio propio para encontrar sentido a su vida”. Y lo decía, luego de haber sufrido la mayor parte de su vida del ostracismo y la alienación de ser una mujer creativa en medio de una sociedad que la presionaba para atenerse a su rol tradicional.
Para Virginia Woolf, que se consideraba a sí misma recluida en los límites de su salud mental y emocional, era indispensable que todo el que aspire a crear —construir, luchar contra esa nada líquida de lo cotidiano— pudiera disfrutar de una habitación por la que entre algo de luz y se pueda disfrutar del mundo más allá, a través de una ventana lo suficientemente grande para mostrar la realidad pero tan pequeña como para proteger a cualquiera de su influjo.
Una y otra vez, Woolf abogó por la necesidad que cada mujer pudiera disfrutar de esa intimidad de la creación, sin enfrentarse al prejuicio que la censura y mucho menos, que la estigmatiza por el sólo hecho de negarse a aceptar la idea que la cultura occidental tiene sobre la mujer.
No resulta sencillo hacerlo. Cuando era una adolescente, una de mis maestras me insistió que ninguna mujer podía renunciar “a su destino” sólo por desear “algo abstracto como lo artístico”. Me lo dijo, luego que insistiera en medio de una discusión de clase que jamás pensaba contraer matrimonio y que lo que más deseaba en mi vida era sólo fotografiar y escribir. Recuerdo la mirada levemente alarmada que me dedicó luego de escucharme.
—Ninguna mujer puede olvidar su objetivo natural —me insistió— eres una mujer y eso quiere decir que te esperan ciertas cosas en tu vida a las que no puedes renunciar.
—Pero, ¿si no quiero? —pregunté aterrorizada. Ella suspiró, al parecer armándose de paciencia.
—No se trata de “querer”. Eres una mujer y es lo que se espera de ti.
Se trataba de una idea escalofriante o que al menos, a mí me lo parecía. Me obsesionó por meses esa posibilidad: el hecho que debería en algún punto del futuro renunciar a mis aspiraciones y esperanzas por ocupar un espacio en la compleja estructura de la sociedad. Tenía catorce años y todavía me aterrorizaba la incertidumbre general acerca de lo que deseaba hacer en los años siguientes pero aún más, esa perspectiva que ya todo estaba decidido por el rol social incluso antes de mi nacimiento. Cuando finalmente se lo conté a mi abuela, abrumada por la desazón y la angustia, ella soltó un carcajada.
—Puedes ser lo que quieras y como quieras. Nadie puede imponerte su punto de vista sobre el mundo —me dijo un poco escandalizada por mi miedo— la vida es un conjunto de decisiones que tomas según lo que deseas. Y por supuesto, contraer matrimonio, tener hijos o cualquier cosa que forme parte de tus aspiraciones con respecto al futuro, es algo que sólo te atañe a ti misma.
Mi abuela era esposa y madre de tres y jamás le había escuchado quejarse sobre su tranquila vida como ama de casa. Aun así, ella solía insistir en que la vida familiar sólo era una opción entre tantas entre la que la mujer podía decidir. En más de una ocasión me insistió que esa noción del matrimonio y la maternidad obligatoria —obra de la cultura y del canon tradicional— no sólo era una forma de presionar a la mujer sino también, condenarla a un tipo de frustración tan dolorosa como limitante.
—La identidad femenina no es parte de una decisión social y no debería serlo —me dijo en una oportunidad— creerlo así te limita y te destruye, te obliga a vivir una vida que no es la tuya. La que se impone por deber.
Y qué doloroso puede ser para una mujer esa abnegada idea sobre la vida, a costa de su propia salud espiritual y moral. Qué costosa a nivel personal y espiritual resulta cuando se trata no sólo de sacrificar una serie de ideas sobre la personalidad y el mundo privado sino incluso, esa idea íntima sobre nuestra perspectiva sobre el futuro. Una especie de deuda personal de proporciones desconocidas que termina devastando esa noción sobre la vida que transcurre como parte de un proyecto a futuro.
En el año 1928, Virginia Woolf lo entendió mejor que nadie y por ese motivo, se dio a la tarea de escribir sobre lo que necesita una mujer para obtener la libertad creativa. Lo hizo, asumiendo que una mujer que crea tiene el mismo derecho y la misma libertad —o debería tenerlo, en todo caso— que un hombre. Un planteamiento difícil en una sociedad machista y conservadora como la que le tocó vivir.
Aun así, la escritora insistió en el tema y lo convirtió en toda una visión sobre lo que lo femenino podía ser. Hablamos del hecho de esa gigantesca deuda moral que a toda mujer se le exige satisfacer por el mero hecho de aspirar a la individualidad. Esa censura social que la restringe y la hiere por el mero hecho de tomar decisiones en contra de la corriente Universal de un único papel biológico.
Por ese motivo, Woolf decidió que la mujer creadora —la que aspiraba a crear, la que necesitaba construir una idea consistente sobre su labor artística— necesitaba libertad. Independencia moral e intelectual. Eso, a pesar de las críticas que eso pudiera suponer e incluso la censura inmediata que tendría que soportar por el mero hecho de desobedecer el mandato divino de ser la costilla del Adán Bíblico.
Envalentonada por la idea, Virginia calculó que una mujer para dedicarse a escribir —como ella lo hacía, como necesitaba hacerlo, necesitaba alrededor de 500 libras al año además de esa ideal habitación sencilla con la que estaba obsesionada y que describe incluso de manera tangencial en todos sus libros—. Una manera de construir un país propio, una libertad plena que no dependiera ni de la fantasía masculina sobre la mujer o mucho menos, de la imposición de la sociedad sobre lo femenino.
“No es sencillo ser una mujer que crea. Debes enfrentarte a ese empujón social que predispone que la mujer debe ser un dechado de virtud y de gentileza por naturaleza. Una mujer que crea es egoísta o lo será” se dice que una vez declaró Virginia Woolf a un grupo de asombrados contertulios que se revolvieron incómodos al escuchar semejante proclama de independencia.
Nadie recuerda muy bien esa escena —sus remilgados amigos post victorianos la tomaron como otra de sus excentricidades— pero esa noción de Woolf sobre la necesidad de ser individualista y furiosamente independiente para sobrevivir a la creación está presente en todos sus libros, en la mayor parte de sus ideas y define su obra. Y es que, para la escritora, crear era un motivo suficientemente poderoso para enfrentarse al ahora y mucho más, al pasado que insistía en crear a la mujer a la medida de una estructura biológica que resulta tan asfixiante como destructora.
Hará unos cuantos años, un amigo me preguntó si valía la pena todo lo que tendría que sufrir al decidir ser fotógrafa y escritora en lugar de madre y esposa. Si estaba consciente del precio que suponía no desear tenerlo todo —y sencillamente renunciar a esa noción de la mujer idílica— en beneficio de mi labor creativa y la satisfacción de mis aspiraciones personales. Lo miré un poco sorprendida, porque la pregunta parecía llevar aparejada una cierta conmiseración que no comprendí muy bien.
—¿Me estás preguntando si lamento dedicarme a mi profesión? —inquirí, sorprendida. Se encogió de hombros.
—A perder algo tan esencial como lo es tu parte de mujer real —me explicó con cierta paciencia, como si estuviera convencido que no había ponderado la idea lo suficiente—, perder la oportunidad de ver crecer a tus hijos, de envejecer en pareja.
Me contuve de reír. La idea completa estaba salpicada de una extraña emotividad que no comprendí muy bien. ¿Alguna vez se le preguntaba a un hombre que toma las mismas decisiones que yo si lo lamentaba? ¿Algún escritor joven se le insiste si lamenta no sólo el futuro que podría perder sino que además, se le censura de manera velada por el hecho de recorrer el camino menos transitado? ¿En algún momento de la historia un escritor, fotógrafo, pintor tuvo que soportar esa misma mirada de lástima y preocupación que se suele dedicar a la mujer que crea bajo sus propios términos y límites?
Supongo que no. Después de todo, a un hombre no se le define sólo como padre y esposo y nadie espera que dedique su vida a complacer alguna noción ideal sobre la paternidad. La sociedad asume que un hombre tendrá opciones entre las cuales decidir, que lo hará sin presiones y sin tener que justificarse. Que no tendrá que soportar la crítica o la insistencia cultural sobre una idea específica. Que simplemente hará lo que un hombre hace y que no es otra cosa, que escoger como vivir.
—No creo que pierda nada, viviré lo que deseo vivir —contesté, por último— fotografiaré, escribiré. Celebraré mis libros publicados, las exposiciones en que podré mostrar mi arte. Eso también es una aspiración válida. También es una importante visión sobre mi vida.
Todavía recuerdo la extraña mirada, mezcla de confusión e irritación que me dedicó mi interlocutor. Esa inquietud dura y desconfiada sobre mi punto de vista sobre el mundo. Y aunque la conversación terminó con mi comentario, continué teniendo la sensación que mi amigo era incapaz de explicar —y explicarse— el motivo por el cual continuó sintiéndose incómodo, desconcertado y preocupado por lo que acababa de decirle. Como si esa perspectiva mía sobre lo que deseaba hacer no calzara con lo que se supone debería desear. Un pequeño prejuicio dentro de uno mucho mayor.
Sin duda, esa es la razón por la cual Virginia Woolf luchó con todas las armas a su disposición para dejar bien claro que una mujer podía crear, ser egoísta, casi cruel, romper el estrato que la obliga a concebir su cuerpo y su lugar en la sociedad como única aspiración creativa. La escritora, que desde muy joven sabía que deseaba escribir y tenía además, un formidable talento para hacerlo, se enfrentó a esa percepción de la sociedad que limita a la mujer a un papel secundario donde cualquier habilidad y talento debe necesariamente complacer el rol natural que se intenta imponer. La esposa y la madre parecen ser papeles inevitables que toda mujer debe aceptar antes o después y en los cuales, no encaja esa necesidad poderosa y la mayoría de las veces egoísta del artista, del creador, del pensamiento independiente.
Por ese motivo, Virginia Woolf luchó siempre que pudo a esa restrictiva percepción sobre lo que una mujer podía hacer o mejor dicho, lo que se le permitía hacer. Para la escritora, la necesidad de construir ese espacio propio —ya fuera emocional o real— era una necesidad imprescindible para que la mujer —como individuo— pudiera crearse así misma sobre una idea mucho más amplia que la que impone la mirada cultural.
Y es que Virginia Woolf además, no era santa, amable ni mucho menos correcta. Era una mujer llena de defectos y con pocas virtudes que destacar, a no ser su maravilloso talento. Cínica, obsesiva y sobre todo, profundamente carnal, a Virginia le gustaba fumar tabacos, jugar a los bolos y escribir a máquina. Nada de las largas estelas románticas a lo Brontee y a lo Austen. Virginia se inclinaba sobre la máquina de escribir y tecleaba por horas, un tac tac tac continuo que marcaba como un metrónomo el paso de sus pensamientos.
Virginia era compleja en su humanidad, en su portentoso talento para contar el mundo. Para escribir por deseo, por furia. Por razones oscuras y obscenas que la hacían profunda y demoledora.
En la Universidad, una de mis profesoras solía decir que la mayor lucha de la mujer no es por la igualdad y mucho menos, por la inclusión social sino contra sí misma. Lo decía en cada oportunidad en que alguna de las alumnas que enseñaba insistía en ponderar sobre la conocida imagen de la mujer “que lo tiene todo” y que logra un exitoso equilibrio entre lo doméstico y lo profesional. En más de una ocasión, mi profesora solía detener el debate entre alumnos para objetar esa supuesta visión triunfadora de la mujer.
—¿Por qué una mujer debe desear abarcarlo todo? —insistía— ¿Por qué simplemente no puede tomar una decisión que no tenga que ver con la imagen social que se tiene de lo femenino y asumir que esto está bien?
—¡Pero es que una mujer puede ser madre y también profesional! —recuerdo que objetó en una oportunidad una chica, que solía jactarse que deseaba demostrar que una mujer puede ser todo lo que aspira— ¿Qué se lo impide?
—¿Quién la obliga a serlo? —preguntó a su vez la profesora— ¿Por qué es necesario siempre que una mujer deba complacer lo tradicional para que se le perdone tomar decisiones personales de corte egoísta?
Recuerdo que la frase alarmó y desconcertó a buena parte del salón. La mayoría de las muchachas se sintieron ofendidas y alguno de los chicos, insistieron que ninguna mujer podía deslastrarse “con tanta facilidad” de lo que llamaron sus “deberes naturales”. En medio de ambas opiniones, la discusión parecía avanzar entre una percepción ideal sobre la mujer y una mucho más realista, pero incómoda.
—Una mujer tiene el mismo derecho que un hombre a la libertad de posibilidades —sentenció por último la profesora— ahora sólo resta que la mujer pueda aceptar que no debe disculparse por tomar una decisión semejante.
Una frase lapidaria sin duda y que nunca olvidé, porque resume más que cualquier otra el hecho que a la mujer se le exige complazca a la sociedad al mismo tiempo que intenta satisfacer su mirada personal sobre el mundo. La mujer que crea y toma decisiones en consecuencia sigue siendo un ave raris, un motivo de discusión e incluso, de rechazo. Más de una vez, el hecho que una mujer renuncie de manera voluntaria a ese aspecto tradicional de si misma, resulta tan impensable como para convertirse en prejuicio.
Quizás por ese motivo, Clarice Lispector (Chechelnik, 1920–Río de Janerio, 1977) sea toda una visión reivindicadora de esa percepción de la mujer que debía abandonar la necesidad en beneficio de las exigencias de género. Se suele decir que Clarice no sabía freír un huevo ni tampoco tenía ninguna habilidad en los quehaceres domésticos, pero escribía. Y lo hacía tan bien como para que formara parte de su vida, su circunstancia, sin atenerse a ninguna idea cultural que pudiera constreñir su deseo de escribir.
“La recuerdo con una máquina de escribir en su regazo, tecleando absorta en medio del salón principal de la casa entre los ruidos de los niños, el teléfono o la empleada. Por tanto, no tenía nada de escritora maldita que necesitaba aislarse del mundo para encontrar la inspiración”, cuenta su hijo Paulo Gurgel, quien no sólo admiraba el poder creativo de su madre, sino sabía —y probablemente comprendió desde la infancia— que era el principal impulso que la animaba.
“Mi madre escribía por placer, trabajo y necesidad. Lo demás era subsidiario a esa necesidad”, concluye, dejando en claro que para Clarice cualquier otra compulsión además del arte —incluyendo la maternidad— parecía encontrarse fuera de toda consideración. Una contradicción a la idea sobre la mujer que crea en nuestro continente e incluso, de la cultura occidental.
En una ocasión, Susan Sontag comentó que nunca caía bien a nadie. Que todos quienes la conocían solían decir que era una mujer insoportable. “No soy alguien agradable” insistía con una cierta ferocidad acerada y sobre todo, muy consciente que contradecía esa imagen de lo femenino que impone la cultura. Una mujer introspectiva, dura e incluso severa, que no hacía el menor esfuerzo por agradar, resultar encantadora e incluso amable.
Sus críticos tomaron su largos y empecinados silencios como una demostración de su soberbia. Pero en realidad Susan Sontag siempre fue una mujer que asumió el poder de la palabra como una parte indivisible de su personalidad: esa percepción de la palabra que crea, construye y elabora nuevas fronteras. La palabra como frontera entre el mundo personal y el mundo real. Y por ese motivo, quizás sufrió esa noción de la severidad y dureza que se le atribuye a la mujer que crea, que muy pocas veces se comprende. Que en ocasiones resulta desconcertante e incluso limitante. Una ruptura con el tópico de lo que la mujer debe ser a través de una idea recurrente sobre el género que resulta incompleta para definir a la mujer que crea.
Pienso en todo lo anterior mientras Ricki, el desdibujado personaje de una película olvidable canta desde un escenario repleto de flores a una audiencia poco común: los asistentes a la boda de su hijo mayor. Lo hace con la misma plenitud y satisfacción que en un bar de provincias, sonriendo con esa ingenuidad de quien disfruta a plenitud los placeres privados de su vida. Y sin embargo, la cámara curiosa insiste en mostrar los rostros de quienes observan a Ricki con un evidente desagrado.
Los que juzgan en silencio a esa mujer ajada y un poco torpe, que sonríe y baila micrófono en mano mientras su familia la mira entera la mira casi con amabilidad. Y es que esta Ricki libre por fin y quizás deudora de sí misma, es el símbolo más simple de esa mujer que encontró su habitación propia, el lugar privado donde crear y asumir el peso real de una decisión que la hiere pero a la vez le brinda dimensión propia.
Una forma de construirse a sí misma.