Cuando tenía dieciséis años, ya soñaba con ser fotógrafa, escritora, periodista, antropóloga, toda una rareza en un país obsesionado con la maternidad, las madres y el matrimonio. Me imaginaba a mí misma recorriendo el mundo con la cámara al cuello o concentrada en escribir la próxima gran novela moderna. Tenía muchos deseos de estudiar, de crecer, de hacer cualquier cosa que me liberara del tedio de mi vida adolescente, de mi rutina de estudiante. También estaba consciente que tenía enormes privilegios en un país pobre y caótico como el mío. Que mis aspiraciones, sueños e ilusiones eran en realidad excepciones en la Venezuela que vino después del boom petrolero, que se construyó a partir de las cenizas de una improbable bonanza.
Pero además de eso, debía llevar a cuestas la tradición machista de mi país. De ser una mujer en un país donde es muy complicado serlo. Donde tener un par de pechos y una vagina, te hace blanco del estigma, el señalamiento y también, la discriminación. Un país que no sabe qué hacer con sus mujeres como no sea clasificarlas en medio de los estereotipos torpes que intenta llevar de un lado a otro: la puta, la santa, la abnegada, la cuaima, la explotada. Una cultura que te enseña bien pronto cual es la mejor manera de maquillar los labios pero no cómo sostener tu autoestima en medio de los todos los ataques sutiles e invisibles que soportas a diario. Ser mujer en Venezuela no es sencillo, eso es obvio, pero además se trata de una lucha extraña y la mayoría de las veces inútil contra una percepción de lo femenino que se niega a transformarse, que sigue siendo la misma, a pesar del segundo milenio, de la insistencia en el feminismo con sabor a revolución, del innegable avance de la mujer dentro de la sociedad. Pero el país adolescente que mira a la mujer con desprecio y la infravalora en cada oportunidad que puede, sigue siendo el mismo. No cambia, no evoluciona, no se mira más allá de sus prejuicios.
La presión sobre la mujer venezolana parece estar en todas partes. Viene de los lugares más imprevisibles. De la televisión que solo es un síntoma, de las vitrinas de las tiendas que solo reflejan lo que ocurre en la calle. De la ropa que se viste, que solo responde a lo que la cultura te presiona debes lucir. En cada lugar, hay un mensaje, hay una idea clara: “Así debes verte, esta eres tú”. Te exigen, te muestran lo que deberías ser, el lugar que debes ocupar. La mujer que encaja en ese molde irreal que existe a la fuerza, por presión constante, en ocasiones insoportables. ¿Suena exagerado? No lo es tanto, cuando te enfrentas a diario con comentarios sobre tu peso y tu aspecto físico, que dejan de formar parte de esa línea de lo privado para formar parte de lo que la sociedad puede criticar en voz alta. No lo es, cuando la mirada de la cultura forma parte de tu autoestima, de ese sobresalto que sientes cuando tu imagen no parece encajar muy bien con esa otra, la general y muy ambigua en que insiste el deber ser. Eres anónima, en medio de una enorme visión de la mujer sin rostro, de la mujer a la que se le cuelgan epítetos para definirla. La explotada, la mami, la rica. No lo es, cuando en el subconsciente colectivo parece insistir en una idea subyacente. ¿Qué ocurre si no formas parte de ese gran concepto? ¿dónde encajas si no aceptas lo que se supone es parte de tu identidad? Una línea invisible parece dividir la realidad de la visión de la mujer culturalmente aceptable.
En una ocasión, una amiga me insistió en que se sometería a una cirugía para aumentarse los senos porque “no quedaba de otra”. La escuché sin saber que responder a eso.
— Me hablas como si no tuvieras opciones — respondí.
Ella me fulminó con una mirada casi ofendida.
– Es una manera de aumentar la autoestima y quererte un poco — dijo.
– ¿Que tiene que ver la autoestima con el tamaño de tus senos? — pregunté.
Me miró con los labios apretados. Vamos, ¿qué broma es esta? pareció decir su expresión dura, casi irritada. Vivimos en el mismo país. Vivimos en el país donde el tamaño de tus pechos indica un precio social, un valor fundamental dentro de la sociedad que los admira. Vamos chica, ¿cómo te haces la desentendida? En Venezuela el tamaño de tus pechos simboliza estatus, simboliza que estás mucho más cerca de esa visión de la mujer irrealizable, de la divina, de que gana concursos, de la que colma el sueño nacional. Porque olvídense, amigas, aquí el mayor logro de una mujer no es una licenciatura académica sino hacerse más deseable, más visible, mucho más símbolo que consistencia. ¿Esta eres tú? parecen decir los maniquíes de enormes tetas repartidos a lo largo y ancho de esta Caracas de máscaras y escasez. ¿Te pareces a ella? ¿formas parte de esta concepción de la mujer que todos los días gana nuevos adeptos?
– Tú lo sabes — responde al fin — este es el país que nos tocó vivir.
No tuve nada que responder al respecto. La frase me acompañó por días. Me miré en el espejo, una mujer pálida y joven, y me pregunté cuál era mi lugar en medio de esta enorme necesidad de comprender a la feminidad a lo venezolano. La mujer que soy, que no forma parte de esa visión del mundo tan simple. Las mujeres clandestinas, pensé más de una vez. Las que no forman parte de ningún extremo, la que no odia al patriarcado por despecho ni se atiene al ideal de lo ultra femenino que aplasta por necesidad. ¿Quiénes somos? Me pregunté, mirándome desnuda frente al espejo, con mis senos pequeños, mis caderas anchas, mis curvas desiguales. ¿Quién soy más allá de lo que se espera de mí? No quiero casarme, no quiero tener hijos. Quiero ser una eterna estudiante, entregarme a mis pasiones, a mis dilemas intelectuales. ¿Se me considera menos mujer por eso? ¿Lo soy quizás? ¿Quién lo dice? ¿Quién construye la línea rasante? ¿Quién la sustrae y la fuerza?
En Venezuela, ser mujer parece ser el límite al que pueden llegar a todas mis aspiraciones, deseos y expectativas. Alguien me recordó que era “mujer” cuando compré mi primera cámara y me decidí por un sólido aparato de metal en lugar de las pequeñas y delicadas que se suponen debían gustarme. Alguien se extrañó que “fuera mujer” cuando me inscribí en una academia de manejo en solitario, sin un padre a mi lado. Una mujer me recordó “que era sólo una muchacha” cuando compré un libro erótico en una librería. Un profesor universitario me dijo que escribir sobre terror y gore “no era de mujeres”. Un vendedor en una agencia de automóviles me preguntó si mi padre me acompañaría porque “una mujer no podía decidir sola cual auto comprar”. Un gerente de recursos humanos me preguntó por qué deseaba el empleo al cual optaba si “estaba en edad de casarme”. Decenas de veces en lo que mi género pareció convertirse en un prejuicio, en una frontera visible entre mi forma de vivir y cómo el mundo presume debo hacerlo.
Pero más allá de la experiencia personal, la presión, el menosprecio y el ataque contra lo femenino parece alcanzar una escalada cada vez más dura. Pienso no sólo en lo que está ocurriendo en Venezuela, golpeada por la crisis, atravesando la peor crisis de su historia. Pienso en las estadísticas que divulga la investigación Feminice: A Global Problem, que señala que alrededor de 66 mil fueron mujeres fueron víctimas de feminicidios en el mundo entre el año 2004 y 2014, casi el 20% de los asesinatos que ocurren. Que en casi todos los países del hemisferio la cifra de mujeres asesinadas por parejas o en hechos de violencia machista aumentó casi el doble. Que de los 25 países con tasas altas o muy altas de feminicidios, catorce están en el continente Americano. Que en la mayoría de nuestros países, las mujeres son atacadas, acosadas y agredidas en espacios públicos. Que sufren por la discriminación al momento de acceder a la educación media o formal, que un número significativo de mujeres contraen matrimonio — ya se de manera voluntaria, por tradición, presión social u obligación — antes de alcanzar los 18 años.
Pero hay mucho más que eso, más allá de la violencia evidente, de la que se palpa, la que mira y que agobia. El panorama general que se dibuja para las mujeres que ahora mismo están creciendo parece llevar a cuesta una vieja y peligrosa percepción sobre el género y el prejuicio en su contra. Según cifras recientes de la UNICEF, las niñas de entre cinco y catorce años dedican 550 millones de horas al día en tareas del hogar como limpiar, cocinar y otras actividades signadas por la costumbre y la tradición. Es casi la mitad de su tiempo útil, que evita que la mayoría de las niñas en edad escolar puedan culminar no sólo su educación básica sino aspirar a una superior. Los datos también demuestran que la mayoría de las niñas del mundo, deben enfrentar el matrimonio precoz, el embarazo temprano, todo tipo de discriminaciones para alcanzar cualquiera de las supuestas ventajas que el mundo ofrece para las mujeres en la actualidad.
Se trata de un problema global, una idea que me desborda y que se comprende en un infinito estadístico difícil de cuantificar. Siempre según UNICEF, para 1.100 millones de niñas del mundo, la sociedad y la cultura es un enemigo al cual deben enfrentarse a diario. Un mundo sectorizado que les obliga a limitar sus aspiraciones, esperanzas y visiones sobre el mundo a través de una serie que convierten la infancia y primera juventud femenina en un largo trayecto lleno de obstáculos hacia el triunfo personal y la realización intelectual. “Los datos son abrumadores: una de cada tres niñas de países en desarrollo (a excepción de China) contrae matrimonio antes de los 18 años” insiste el organismo.
La condena de nacer mujer en buena parte del mundo supone no sólo una merma considerable en las posibilidades que la nueva generación de mujeres tiene para alcanzar una nueva forma de triunfo personal, sino en lo que supone una visión de la identidad de la mujer como parte del conglomerado social. Una idea que parece repercutir en todo ámbito social, en toda idea sobre la necesidad de protección de minorías vulnerables alrededor del mundo y lo que eso pueda significar para el futuro de nuestra sociedad. Se trata de un pensamiento preocupante que engloba — y define, quizás — la discriminación que sufre buena parte de la población femenina en nuestra época y que la mayoría de las veces se esconde bajo la percepción que la mujer actual no necesita protección y mucho menos, defender sus derechos individuales. Un pensamiento tan frecuente como desconcertante, tan grave como lapidario pero que sin duda forma parte de cómo se asume la equidad y la igualdad en la actualidad.
De nuevo, el camino parece ser tortuoso, una serie de preguntas a medio responder. ¿Qué ocurrirá con la mujer — su identidad, su participación cultural, sus expectativas — en el futuro? No lo sé y con toda seguridad, quizás no se trate de una respuesta sencilla. Pero cientos de mujeres del mundo intentan responderla. Aquí mismo, en tu país, donde toda una generación de mujeres jóvenes construye como pueden y a pesar de todo, un nuevo espacio y lugar para la mujer en la historia del país. Probablemente, como yo, estés esforzándote por crear tu propio espacio en esta visión de la venezolana real, de la venezolana que se mira a sí misma con mucha más amabilidad que crítica, de la venezolana más allá del derroche físico y el sambenito de la más hermosa. La mujer que se libera de esa atadura histórica de pertenecer, para mirar más allá de los límites de la cultura impone.
La mujer real.