La primera vez que escribí un artículo llamándome feminista sin disimulo o medias tintas, sabía que algunas cosas ocurrirían. Sabía, por ejemplo, que tendría que enfrentar críticas, comentarios malsonantes, insultos y con toda seguridad, burlas. También con la indiferencia hacia el término y sus implicaciones y lo que ocurre con más frecuencia, la ignorancia. Asumí el riesgo porque concluí valía la pena: no sólo porque considero necesario que una mujer latina debata en público sobre sus derechos — un tema tabú en la mayoría de los países del hemisferio — sino porque no encontré una razón real para no hacerlo. De manera que me llamé feminista y comencé a escribir al respecto. Lo que no sabía era que tendría que enfrentar el prejuicio de las mujeres con respecto a lo que el feminismo — como movimiento político y cultural — es y puede ser. Y de todo lo que ocurrió una vez que empecé a mostrar sin tapujos mi forma de pensar sobre el tema, fue quizás lo que más me sorprendió y me desconcertó.
No por la frontal oposición a la idea. Eso podía esperarlo. Venezuela es un país machista y tradicional sobre el debate por los derechos de la mujer, siempre será incómodo. Lo que sí me asombró fue la virulencia y agresividad que buena parte de los lectores demostraban hacia el tema. Una reacción que tenía mucho que ver con un cierto tipo de malestar hacia la forma como el feminismo se analiza en nuestras latitudes. Para buena parte de los latinoamericanos, el feminismo no es un movimiento político, mucho menos un argumento social y cultural sobre la posibilidad de la equidad entre géneros, sino un enfrentamiento entre hombres y mujeres caricaturesco y la mayoría de las veces violento. Más allá de eso, mi constante insistencia en la inclusión, el equilibrio toca un punto sensible dentro del debate sobre el hecho de la mujer en Venezuela: esa percepción tan tradicional y limitada que se tiene sobre lo femenino en nuestro país.
Hablar sobre derechos reproductivos, sobre la posibilidad de una mujer que toma decisiones sobre futuro y su cuerpo, sobre un nuevo tipo de comprensión sobre la maternidad, significa enfrentar una serie de prejuicios que lleva esfuerzo combatir y que forman parte de la manera como el gentilicio comprende a la mujer.
Pero sobre todo, el feminismo incomoda porque el debate se centra en todo tipo de ideas erróneas sobre lo que puede ser un movimiento social que se preocupa y analiza el prejuicio sobre lo femenino. Una perspectiva preocupante si se analiza desde cierto punto de vista ¿A casi la tercera década del siglo XXI y todavía es necesario aclarar lo necesario que es un movimiento inclusivo que intente reducir la desigualdad entre géneros? Se trata de un tipo de reflexión sobre la defensa de la identidad femenina que resulta incómodo e incluso desagradable para la mayoría de las mujeres. De manera que comencé a cuestionarme sobre lo que cualquiera debería saber sobre el feminismo y más allá de eso, aclarar los mitos más comunes que acarrea el término.
Las aristas del tema son tantos que resulta preocupante el hecho que se le achaque al feminismo tantos prejuicios como para desvirtuar por completo su sentido real. Como por ejemplo, la insistencia en que el feminismo es un tipo de “machismo al revés” una idea es muy común y que se basa esencialmente en el desconocimiento sobre lo que puede ser — o no — el feminismo como un movimiento político y social que aboga por la inclusión legal y cultural sin distingo de género. El machismo, por otro lado, no se reduce solo al sexo femenino o a la actitud del hombre sobre la mujer: como conducta social, abarca temas sensibles como la discriminación de minorías sexodiversas, así como también, ejerce presión social y cultural sobre el comportamiento masculino. En otras palabras, un hombre puede ser tan víctima del machismo como una mujer y padecer las mismas consecuencias sociales que conlleva.
Incluso hay prejuicios estéticos con respecto al feminismo: una considerable cantidad de personas están convencidas que la defensa de los derechos femeninos te masculiniza o la mayoría de las veces, te convierte en un estereotipo que no es otra cosa que una caricatura cultural sobre lo que la mujer feminista puede ser. No, una feminista no es una mujer de aspecto masculino. Puede serlo si lo desea, pero lo que hace a una feminista serlo es su consciente activismo sobre causas concretas o su apoyo a ideas políticas relacionadas con el tema. Una feminista puede llevar falda corta y escote y defender el derecho a verse como le plazca sin tener que sentirse amenazada. Una feminista puede llevar pantalones de corte masculino y debatir sobre ideas que afecten su capacidad para concebir y los derechos sobre su cuerpo. Una feminista puede ser delgada, con sobrepeso, de piel blanca o morena, ser joven o vieja. Porque el feminismo no condena, proclama o apoya la necesidad de lucir de alguna manera para apoyar un sistema de ideas basadas en la igualdad de género.
Tal vez por eso la palabra «feminazi» — tan de moda durante la última década — es quizás la distorsión más popular sobre el feminismo y también la más preocupante, no sólo porque engloba la sutil discriminación que sufre una mujer que ejerce una militancia válida, sino que convierte su opinión en objeto de burla y ataque. De hecho, el término tiene su origen en el intento de caricaturizar al feminismo como planteamiento política: el primero en utilizarlo es locutor estadounidense Rush Limbaugh, en un intento de mezclar los principios del feminismo con algunas connotaciones sobre el nazismo alemán, al señalar que las mujeres que exigían el derecho al aborto tenían exigencias parecidas a las prácticas de control de la natalidad que ejerció el nazismo sobre sus régimen de terror. Con el transcurrir del tiempo, la palabra se volvió parte de los términos que se utilizan para ridiculizar y minimizar el impacto ideológico del feminismo.
Sí, hay militantes del feminismo mucho más radicales que otras y lo son, por los mismos motivos por los cuales hay seguidores de partidos políticos e ideologías extremos: la forma como se postula una idea puede ser personal y de hecho, muchas veces lo es. No obstante, la radicalización de medios e instrumentos para la difusión de ideas feministas, no define al movimiento en sí sino que expresa su capacidad para ser percibido de muchas formas distintas. Por el mismo motivo, soy una feminista que ha asistido en muy pocas ocasiones a manifestaciones públicas y que basa su actividad política en la difusión de reflexiones y consideraciones sobre los temas de reflexión que creo importantes sean parte de la discusión sobre género. Mi apoyo consiste en crear las condiciones teóricas y académicas necesarias para el debate de ideas y sobre todo, facilitar conclusiones al respecto. ¿Me hace eso mucho «menos» feminista que un miembro del grupo ucraniano de feminismo radical Femen? No lo creo. De la misma forma que tampoco podría decir que el feminismo se define sólo a través de sus rasgos más extremos.
Y es que al feminismo se le culpa de tantas cosas distintas que termina siendo casi risible todo lo que se le achaca a un movimiento político cuyo único objetivo es el debate y la promoción de la equidad de género. Hay una combinación de desconocimiento y micro machismo que asombra por su capacidad para desnaturalizar al feminismo como una búsqueda lógica de deberes y derechos en una sociedad desigual.
Aun así, el feminismo continúa incomodando, pero sobretodo, se convierte en un tema incómodo con respecto a lo que el análisis de la identidad femenina puede ser. Eso, a pesar que la mujer moderna disfruta de una libertad y autonomía económica inédita. Que para la gran mayoría su trabajo y profesión representan en buena medida una forma de triunfo social y que gran parte de las mujeres que conozco, están orgullosas de poder pagar sus gustos y sobre todo, su estilo de vida. Que hay una percepción sobre el tema cada vez más compleja, que se relaciona con la forma como la mujer se percibe a sí misma.
No obstante a ese nuevo papel de la mujer en la sociedad, el feminismo continúa siendo un punto ciego, una puerta cerrada detrás de la cual parece ocultarse todo tipo de malestares sociales y culturales nacidos de lo conservador, de ese empeño social de obligar a la mujer a encajar en un tópico en el que ya no calza. ¿Por qué el feminismo parece continuar estando en tela de juicio, a mitad de camino entre la crítica violenta y algo más parecido al rechazo directo que a un debate de ideas? ¿Por qué se continúa asumiendo que un movimiento social que propugna la búsqueda de igualdad es una reacción contra lo masculino? ¿Por qué incluso tantas mujeres están convencidas que defender sus derechos es una forma de menoscabar lo femenino? ¿A qué se debe que el feminismo se perciba como una forma de menosprecio hacia el hombre? ¿Se trata quizás que para la mayoría la percepción sobre la independencia de la mujer es cuando menos confusa?
Más de una vez, se ha insistido que movimiento de las mujeres para las mujeres todavía resulta incomprensible. Y lo es porque durante casi nueve siglos, la cultura y sociedad del mundo se comprendió a través de lo masculino: No sólo las leyes, sino todo el entramado social, el arte y la dinámica familiar del mundo occidental se rigió a través de ideas donde la figura del hombre se privilegiaba sobre la femenina. Por buena parte de nuestra historia como civilización la organización social se ejerció a través de la autoridad del Pater Familia. ¿La consecuencia? Parte de la percepción secundaria, anónima y prejuiciada con que se tiene sobre la mujer proviene de esa herencia histórica.
La segunda ola del feminismo — ocurrida en los años sesenta y que tuvo como resultados derechos individuales inéditos para la mujer — insistió en que debía desmontarse patriarcado histórico, en otras palabras la dominación y supeditación ancestral de la mujer al hombre. El feminismo actual también aboga por las mismas ideas: lucha contra la dominación de la sexualidad femenina, intenta evitar la objetivación y relegamiento de las mujeres al hogar, difunde la necesidad de otorgar a las mujeres espacio y relevancia pública. La ideas feministas abarcan desde lo sencillo hasta agresivo de esa percepción de superioridad masculina que afecta los derechos legales y culturales de la mujer alrededor del mundo: se manifiesta en contra de ideas específicas como la ablación, el burka hasta alcanzar argumentos más sutiles como el desprecio por lo que puede definir a la mujer (todas las construcciones culturales del universo femenino) y su infravaloración como formas de expresión en pleno derecho.
En una ocasión, alguien me insistió que ninguna mujer debería ser feminista porque es una «forma de insulto» a su naturaleza femenina. Pienso a veces en esa frase cuando redacto artículos sobre los derechos de la mujer, mientras participo con mis ideas y mi punto de vista sobre nuevos escenarios que incluyan a la inclusión y equidad como un tema de enorme relevancia, cuando me enfrento a la exclusión y discriminación de todas las maneras que puedo. Y creo que es justamente esa percepción sobre la normalidad trastocada e «insultada» lo que me anima a continuar luchando como lo hago. Lo que me inspira a continuar. Una pequeña batalla diaria, una forma novedosa de comprenderme a mí misma.
Una nueva forma de celebrar mi identidad.