Cuando dices en voz alta que eres feminista, usualmente ocurren dos cosas. O tu interlocutor te dedica una mirada sorprendida y un poco burlona — ¿De verdad lo eres? ¡Pero te ves muy femenina! añadió alguien una vez — o una expresión de supremo tedio. Entre ambas cosas, la idea sobre un movimiento que se ocupe exclusivamente de los derechos femeninos, no parece agradar mucho. Incluso, ese rechazo se ha convertido en una especie de tendencia que define cierto nuevo “humanismo” que no termino de comprender muy bien.
Hace unos meses, leí artículo que analizaba el por qué diez famosas celebridades no apoyan de manera pública al feminismo. La pequeña recopilación de nombres — que incluía actrices y cantantes de todas las edades y épocas — parecía dejar muy claro que el feminismo — como movimiento social y sobre todo, percepción cultural — no era algo muy bien visto y que de hecho, era un término que había que utilizar con muchísimo cuidado. La mayoría de las mujeres de la lista, se aseguraban de dejar muy claro el feminismo no podía definir su “preocupación” e “interés” por todo tipo de causas, incluyendo la defensa de los derechos de las mujeres alrededor del mundo. Una y otra vez, el artículo parecía decidido a dejar claro que actualmente, el feminismo es una causa demodé. O al menos, tan retrógrada como para que figuras de la talla de la inefable Sarah Jessica Parker y la CEO de Yahoo Marissa Mayer dejaran muy claro que eran incapaces de identificarse con una serie de ideas que consideraban tan fuera de tono como peligrosamente cercanas al manifiesto político. La cantante Lana Del Rey llegó asegurar, por su lado, que para ella el feminismo “no tenía nada de interesante” y que ella estaba mucho más intrigada “por Tesla y cosas semejantes”.
Por supuesto, no es la primera vez que leo algo semejante. Durante la última década, el feminismo se ha hecho más visible que nunca pero también, se le cuestiona con más ferocidad y con peores argumentos que nunca antes. Porque el debate — en Redes sociales, en aulas de clase e incluso en el ámbito cotidiano — parece dirigido directamente al análisis si el feminismo continúa siendo necesario. Una duda que no sólo ignora el concepto real de lo que el feminismo puede ser como movimiento político y social, sino que además, el motivo por el cual existe: Asegurarse que nadie sea discriminado por su género y mucho menos, por sus decisiones morales y sociales.
¿Cuándo dejó de ser necesario el debate sobre el papel de la mujer frente al hecho de una sociedad que esgrime ideas y visiones muy restringidas sobre lo femenino? ¿Cuándo “pasó de moda” la preocupación sobre la individualidad más allá del rol social? ¿Quién o quienes decidieron que el Feminismo era una idea poco necesaria, mientras alrededor del mundo cientos de mujeres siguen sufriendo las consecuencias de la desigualdad? Es una percepción que preocupa y además de eso, síntoma de esa trivialización y banalización de lo que una lucha política y social simboliza. En parte, como consecuencia de esa masificación del análisis y la simplificación de los conceptos que sostienen al feminismo como idea. Y también, responsabilidad del planteamiento del feminismo como concepto extremo, como una radicalización inútil que tergiversan todo tipo de reflexión sobre lo que un debate político y social puede ser y de hecho, aspira a ser.
Más allá de eso, hablamos de una posición popular que trivializa los objetivos y planteamientos de un movimiento político que aboga por intereses más amplios que los populares. Para un considerable número de personas, el feminismo no es necesario — o esa es la premisa que se repite en todas partes — y puede ser desechado. O peor aún, el feminismo se ha transformado en algo tan desagradable que lo poco que sobrevive, se oculta en la periferia, en esa zona peligrosa donde conviven todo tipo de ideas y luchas políticas más o menos incómodas.
Hay una cierta mirada socarrona sobre el hecho que una mujer defienda y analice sus derechos. Y la cultura y los medios se hacen eco de esa percepción. El feminismo de las “Feminazi”, de las “locas” que se garabatean el cuerpo con frases de odio, de las proclamas altaneras y prepotentes. De los grupos de jovencitas llevando los pechos al aire y cometiendo actos vandálicos, con una botella de alcohol entre las manos. ¿Quién desea ser relacionado o identificado con un movimiento así? ¿Quién desea que alguien le pueda juzgar por una intrincada red de mensajes insistentes de aparente intolerancia, de locuras radicales? ¿Quién quiere llamarse feminista en un mundo que asume la palabra misma como un insulto sutil?
Pues yo lo deseo. A pesar del radicalismo puntual, de las críticas y de la visión del feminismo como una idea minoritaria destinada a desaparecer en medio de reclamos más urgentes y menos incómodos. Tengo mis buenas razones para hacerlo. Y continuaré llamándome feminista, siempre que pueda y en todos los ámbitos posibles porque creo que es necesario comprender que el Feminismo (sí, con las mayúsculas) no sólo es una postura política por derecho propio, sino una manifestación esencial de una identidad cultural. Una percepción cultural sobre esa reflexión con respecto a lo que la mujer busca y desea no sólo para sí misma, sino acerca de esa identidad Universal que se hereda por tradición y que es tan fácil normalizar.
Por supuesto, es muy sencillo trivializar algo semejante. Tan fácil como permitir que el análisis sobre lo que es el feminismo se remita — y se limite — a lo evidente, a las imágenes de mujeres que gritan a cámaras de televisión, de mujeres que se pintarrajean el cuerpo consignas de odio de género. Pero el feminismo no es sólo eso — aunque también es esa imagen — y parte de esa insistencia en su reconocimiento como idea que se sustenta, es parte de lo que el Feminismo moderno tiene por ideal o mejor dicho, como un punto necesario a rebatir.
Claro está, estoy convencida que mi punto de vista sobre el Feminismo tiene su origen en el hecho que nadie puede olvidar lo que aprende. Y yo aprendí muy joven que es necesario reivindicar el papel de la mujer en todos los estratos y visiones posibles. Nací en una familia de mujeres inteligentes e independientes, a quienes nunca escuché llamarse a sí misma feministas, pero que de hecho, lo eran. Todas abogan a su modo y desde sus políticas, aunque ninguna de ellas militó en movimiento social o cultural alguno. No obstante, cada una de ellas, se comprendió así misma desde la perspectiva de la revalorización de lo femenino: desde mi madre, que por años luchó por los derechos laborales de la mujer en la empresa donde trabajaba, hasta mis primas, varias de las cuales desafiaron los estereotipos femeninos venezolanos cursando licenciaturas científicas con enorme éxito. Además, en mi familia aprendí que es necesario analizar y reflexionar sobre los derechos personales y sobre todo, de reivindicar lo que se considera justo en cada oportunidad posible.
¿Un primer paso para mi futuro feminismo? muchas veces pensaría que simplemente se trata de una toma de conciencia de la necesidad de asumir la responsabilidad cultural ys social sobre tus opiniones. Pero a veces me pregunto si el Feminismo como idea nació justamente de esa noción sobre lo que es justo y lo que no, sobre lo que aspiramos y lo que necesitamos más allá de lo que la sociedad nos impone.
El Feminismo histórico nació con respecto a la idea de la justicia. Cuando se analiza el planteamiento, sorprende que a la humanidad le haya llevado tanto tiempo analizar la idea de lo femenino desde un cariz único: la necesidad de reconocer los derechos de la mujer como una idea inherente a su individualidad. Durante gran parte de la historia Universal, lo femenino fue considerado no sólo accesorio sino también sucedáneo de lo masculino, como si la mujer, esa mítica costilla de Adán, fuera simplemente un accidente biológico destinado a cumplir un muy específico deber reproductivo.
Incluso, durante los primeros debates sobre la Igualdad y los valores humanos alentados bajo el marco de la Revolución francesa, la idea de la inclusión y la revalorización de la identidad humana, estaba referido únicamente al hombre. En más de una ocasión, la filósofa y proto feminista Mary Wollstonecraft insistió en el hecho que el papel de la mujer y la reivindicación de sus derechos, era lamentablemente ignorado por los grandes pensadores de su época, obsesionados por la igualdad entre los hombres, pero ignorando al llamado “sexo débil”. Frustrada y angustiada, llegó a escribir que “el tiempo transcurre entre debates sobre la exaltación del ciudadano y como siempre, olvidando a la mujer en la sombra”. Una declaración inquietante sobre esa percepción de la mujer invisible -el no ser, el no estar — tan frecuente e incluso normalizada a través de la historia.
De manera que el Feminismo es una postura histórica, una necesidad perenne de reivindicar el papel de la mujer por necesidad, por justicia, en la búsqueda de una sociedad más justa pero también, una aproximación certera y sustentada sobre la necesidad que el rol femenino se libere de la presión cultural. ¿Suena complejo? No lo es en realidad. El Feminismo es una aproximación hacia la figura de una mujer compleja y multidimensional. Y no sólo la comprendemos y asimilamos a través de los medios de comunicación, la literatura y el arte.
Como todo movimiento político trascendente, el Feminismo mira también hacia a lo cotidiano. No sólo al hecho que la palabra “Feminista” se ha transformado en un estigma, sino también al hecho que figuras muy públicas hablan sobre humanismo y otros conceptos con una frugalidad que asombra. De hecho, la mayoría de los planteamientos de las celebridades — y otro tantos que los apoyan y sostienen — es que el “feminismo moderno” (ese término confuso que parece incluir desde los rasgos más extremos y políticamente insustanciales del movimiento hasta los análisis en mesa de debates de derechos políticos y culturales en busca de la inclusión) es una preocupación que no parece combinar muy bien con lo que se supone las nuevas luchas políticas mucho más vistosas y agradables. Caramba, que nadie se quiere ver envuelto en discusiones donde el debate se centre en cosas tan antipáticas como derechos laborales y reivindicaciones culturales. Mucho más fácil hablar sobre “Humanismo” (así, en genérico) que preocuparse por ideas muy puntuales y que afectan a millones de mujeres alrededor del mundo.
Una vez, leí que el feminismo existió durante toda la historia pero que apenas, con el primer cartel sufragista, allá a principios del siglo XXI se llamó de alguna manera. Pero que desde mucho antes, la inquietud profunda por los derechos de la mujer ya era motivo de preocupación, aunque fuera una especie de espacio en blanco legal y cultural por tanto tiempo que en ocasiones pareciera siempre fue así. Pero hablamos que hasta muy entrado el siglo XIX, las mujeres carecían de derehos en la mayor parte de los países del mundo. Que no eran dueñas de su vida ni tampoco decidían sobre ellas. Que no podían elegir qué estudiar, cómo vivir, como asumir su capacidad reproductiva. Que debían obedecer primero al padre y después al marido. Que dependían de la caridad de los hombres para subsistir, del buen visto masculino, de la probidad social. Que por buena parte de la historia Occidental la mujer tuvo que callar, adecuarse, aceptar, admitir, soportar.
Y que también también hubo libre pensadoras que se hicieron preguntas al respecto, que se preocuparon por la enormidad del error histórico, que se cuestionaron en cómo lograr el reconocimiento individual y colectivo. Mujeres que decidieron asumir la lucha no sólo para si mismas — cuando habría sido más que suficiente — sino para todas las mujeres del futuro. Las que ahora mismo disfrutan como yo de la posibilidad de elegir, pensar y construir ideas a su medida.
¿Cuándo comencé a ser feminista? No lo sé. La pregunta correcta quizás sea ¿Cuándo no lo he sido? Un cuestionamiento lleno de implicaciones, de preguntas y respuestas. Uno que quizás me defina mejor que cualquier otra cosa.