La generación #NoMo en medio de la Venezuela actual: ¿Quiénes somos las mujeres que decidimos no tener hijos?

La generación #NoMo en medio de la Venezuela actual: ¿Quiénes somos las mujeres que decidimos no tener hijos?
agosto 27, 2019 Aglaia Berlutti

En uno de los capítulos de la serie “Friends”, Chandler intenta explicar al resto del grupo de amigos el motivo por el cual no puede tener un cachorro en su piso en Nueva York. Todos le miran expectantes menos Joey, quien le recuerda que “nadie entenderá sus razones” y que después que explique en voz alta “le odiarán”. Pero Chandler, sordo a los consejos, termina admitiendo en voz alta que detesta a los perros, que les teme y que no siente la menor simpatía por ninguno de ellos. Los clásicos de la televisión retroceden, aterrorizados y desconcertados. Joey inclina la cabeza, resignado.

— Te lo dije, nadie entiende algo así — dice con tristeza.

Recordé la escena cuando hace unos días, admití en medio de una conversación con una buena amiga, que no me gustan los niños. Que no me gustarán ni tampoco es probable que en algunos años, cambie de opinión sobre el tema. Lo que comenzó siendo una conversación trivial se tornó tensa cuando mi amiga consideró que mi posición con respecto a la maternidad era “desnaturalizada”. Utilizó el término con toda intención para, según su punto de vista, dejar muy claro que consideraba inexplicable que una mujer de mi edad no sintiera la más mínima inclinación por la maternidad. La escuché sin sorprenderme demasiado. Después de todo, he lidiado con el tema desde que hace más de quince años.

— Ninguna mujer puede simplemente decidir no ser madre — me dice, preocupada — Es como negar una parte de ti.
— ¿Qué parte?
— Es natural que desees tener hijos.
— Que pueda tenerlos, no quiere decir que quiera tenerlos.
— Es imposible separar ambas cosas.

He sostenido conversaciones semejantes con casi todos mis parientes y amigos a medida que se hizo más evidente que no quiero tener hijos — ni a mediano o largo plazo — y que no siento el menor interés con nada relacionado por el tema. Venezuela es un país obsesionado con la maternidad. Lo descubrí la primera vez que reconocí en voz alta que no me interesaba ser madre — ni en ese momento ni después — y me enfrenté a una multitud de comentarios sobre mi “naturaleza femenina”, mi necesidad “biológica” de procrear y lo que parece ser una especie de “destino tradicional” que algún momento de mi vida, me hará ser madre incluso sin desearlo. A veces me pregunto si la insistencia general sobre la maternidad define mejor que cualquier otra cosa la visión — exagerada, dramatizada e idealizada — que tiene la cultura venezolana sobre la figura de la Madre. Se trata de una percepción que coloca a la mujer de cualquier edad en medio de un rol obligatorio de múltiples implicaciones: De la mujer que debe ser madre a la que se alaba por serlo, la venezolana — y sin duda, la latinoamericana — al parecer tiene pocas opciones sociales. ¿En cuántas ocasiones he tenido que lidiar con el malestar cultural que provocaba una decisión privada como la de tener hijos — en este caso, no tenerlos — entre quienes me rodean? Muchas más de las comprensibles y sin duda, más de las aceptables.

Una vez, una buena amiga — esposa feliz y madre de dos — me enfrentó por lo que llamó “mi inmadurez” con respecto a la maternidad. Lo hizo con aparente buena intención, insistiendo en que “me comprendía” y “toleraba” mi punto de vista, aunque sabía que “estaba quizás equivocada”. La escuché entre desconcertada y furiosa.

– Tener hijos es algo natural. Es por completo imposible que una mujer no aspire a tenerlos. ¡Te lo tienes que haber planteado alguna vez! — exclamó — ¿Me vas a decir que no creciste imaginando a tus bebés? ¿Jugando con tus muñecas e imaginándote como tu mamá?

La verdad que no, pensé. La mayor parte de mi infancia había estado mucho más interesada en encaramarme en los árboles más altos de la casa de mi abuela, leer y hacer preguntas. De hecho, mis juguetes era una combinación de objetos de diversa índole. Por supuesto, tenía muñecas — como toda niña de mi edad — pero también cajas, cámaras rotas, vestidos viejos, zapatos dispares. Pero el hecho de preferir — o no — jugar a sostener un bebé imaginario no hizo que de adulta tuviera una mayor o menor predilección por la maternidad. Pensé en cuántos prejuicios formaban parte del imaginario popular sobre lo femenino. En cuantas ocasiones, una decisión por completo personal como tener hijos parecía transformarse en una diatriba social.

Mi amiga bienintencionada enarcó una ceja cuando le dije lo anterior y de pronto, noté que su expresión pasaba de una franca socarronería a verdadera preocupación. Se inclinó hacía mí, con gesto precavido.

– ¿Se trata de una decepción amorosa?
– ¡No! — estallé — no quiero ser mamá. No quiero embarazarme ni tener un bebé en los brazos. No quiero criarlo ni tampoco ser madre de nadie nunca. ¿Qué es tan complicado de entender de esa idea?

Tuve un rápido y fragmentado recuerdo de una escena semejante. Tenía unos veinte años y uno de mis profesores universitarios me recordó que quizás debería analizar mis opciones profesionales de acuerdo a “mis hijos venideros”. Cuando le dije que no los habría ni antes ni después, también tuvo el mismo gesto precavido, angustiado y un poco torpe que después tendría mi amiga. La misma mirada a mitad de camino entre la lástima y la impaciencia. Y también él había desechado mis opciones y decisiones en un gesto lento y paternal que disparó mis alarmas mentales y mi mal humor.

– Esos son alardes de muchachita — me respondió — claro que tendrá hijos. Muchos. Como debe ser.

Ese “cómo debe ser” reverberó en algún lugar de mi mente mientras seguía lidiando con las risitas, gestos de desdén e incluso franco rechazo que recibí del grupo de mujeres que me rodeaba. ¿Qué se suponía que debía hacer para complacer esa imposición histórica a futuro con respecto a mi capacidad para concebir? ¿Debía contradecir la idea general sobre quien soy y lo que deseo en favor de una mirada conservadora sobre la mujer que debía ser?

El tiempo transcurre. Mi reloj biológico debió comenzar a funcionar unos cuantos años atrás. O así debió ser, según la imagen popular de la treintañera que comienza a pensar en sus opciones. Pero lo cierto es que continúo pensando exactamente igual que en los comienzos de la veintena: Los bebés — la posibilidad de tener uno — para mí, no son una opción deseable. La maternidad — la idea entera — me resulta desconcertante. Lejana. Poco comprensible.

Pensar de esa manera en un país obsesionado por la maternidad siempre será complicado. Porque a pesar de la gravísima crisis económica y política, en Venezuela ser madre sigue considerándose como la prioridad inmediata de una mujer. Aún más preocupante: Venezuela convirtió la maternidad en una forma de éxito social. Con un gravísimo problema de analfabetismo femenino y sobre todo, de exclusión social debido a situaciones de pobreza crítica, el embarazo precoz se eleva a tasas impensables y preocupantes. Cualquiera sea su edad, la niña que se embaraza se convierte de inmediato en una mujer que logra cierto triunfo cultural en medio de un ambiente hostil. El fenómeno se hace endémico, peligroso y doloroso: Niñas llevando a niños en brazos como una forma de combatir la exclusión y la miseria. Niñas cuyo único plan a futuro es ser madre de los hijos de un hombre que pueda protegerlas.

Pero vayamos más allá: Pienso en las mujeres que he visto llorar de frustración, atrapadas en la maternidad. O las que se enfrentan al país en medio de una coyuntura histórica cada vez más complicada y deciden no tener hijos en una decisión personal y concreta, a pesar que puedan desearlo. Pienso también en la encrucijada que la mayoría de las mujeres modernas atraviesan: ser madre o profesional. O ambas cosas y enfrentarse a la imagen irreal y agobiante de la “mujer que lo tiene todo”. ¿Por qué la decisión de no ser madre debe siempre ser explicada, analizada y comprendida? ¿Por qué sigue sin asumirse con una opción válida? ¿Qué ocurre con todas las mujeres que no deseamos ser madres? ¿estamos fuera del espectro?

No ser madre también es una opción y es bueno tenerla. Porque más allá de la capacidad para concebir, ser madre es un compromiso emocional e intelectual que no todas las mujeres están preparadas para afrontar. Quizás, en la medida que nuestra cultura comprenda el hecho que la maternidad es una forma de comprender nuestra vida y no sólo un acto físico, concebir un hijo dejará de ser considerado una simple eventualidad biológica. Una perspectiva mucho más respetuosa sobre las necesidades — y visiones — sobre lo que una mujer puede ser y aspirar.

 

Las opiniones expresadas de los columnistas en los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Feminismoinc o de la editora.

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