Cuando tenía diecisiete y comencé a tomar la fotografía en serio, decidí investigar sobre la imagen de la mujer, siendo que esperaba ser en algún punto del futuro, fotógrafa. Estudié los referentes habituales (Cartier Bresson, Ansel Adams) pero siendo que formaba parte de una generación educada por internet y sobre todo, que crecía al amparo de la publicidad, también eché un vistazo a la forma como los grandes medios observaban a la figura humana, pero sobre todo a la mujer. Lo que encontré no sólo fue desagradable sino que también, me mostró lo que después se convertiría en uno de mis objetos de estudio personal: la manera como la publicidad actual transforma a la mujer en víctima, objeto o en el peor de los casos, un trozo de carne con el único sentido de encarnar la fantasía masculina sobre la mujer.
Recuerdo en especial, las campañas publicitarias del diseñador Tom Ford. La mayoría de las fotografías que se usaban para anunciar los productos de la marca, no sólo utilizaban imágenes degradantes que convertían a la mujer en una especie de producto de consumo, sino además, al elemento sexual en un arma para el menosprecio de la identidad femenina. Era muy joven para entender en realidad la gravedad del asunto, pero incluso entonces, me desagradaron las sucesivas imágenes de mujeres postradas con aspecto enfermizo, mirando a hombres que al parecer estaban a punto de golpearlas o maltratarlas. O aquella fotografía que luego se convertiría en motivo polémica, en la que la casa de Moda decidió poner una botella de perfume entre las piernas abiertas de una mujer, para dejar bien claro que la fragancia “abría todas las puertas”. Todo tipo de mensajes alarmantes que dejaban muy claro que para el diseñador y su grupo de creativos el cuerpo de la mujer era una especie de lienzo en blanco en el que podía incluirse cualquier cosa, usarse no sólo como un trozo de carne y piel capaz de despertar la lujuria. Una idea que me resultó no sólo temible sino peligrosa.
Por supuesto, luego descubriría que se trataba de un fenómeno frecuente: desde los años cincuenta y gracias al auge de la industria publicitaria, el mundo de las imágenes encontró en la mujer el vehículo perfecto para expresar la opinión colectiva que la cultura occidental tiene sobre lo femenino. Comenzó con el retrato del ama de casa ideal que anunciaba cualquier utensilio doméstico. Un concepto donde la mujer también era parte de esa colección de herramientas para hacer la vida del hombre mucho más sencilla. Mujeres lavando, cocinando, limpiando pisos de rodillas, mientras un hombre de aspecto pulcro las mirada con una cierta distancia amable. Los anuncios publicitarios de la segunda mitad del siglo XX estaban repletos de todo tipo de símbolos y mensajes acerca de la mujer que terminaron formando parte integral de la forma como los géneros se analizan en diversos ámbitos de la vida cultural. Limitada al plano doméstico, el estereotipo de la mujer “ideal” de una sociedad restrictiva pero sobre todo, obsesionada con el comportamiento femenino encontró la publicidad su mejor reflejo.
Esta visión sobre la mujer objeto — que sólo existe para complacer los deseos del hombre— avanzó hacia su extremo más peligroso durante los liberales años sesenta: de pronto, la mujer no sólo era un objeto doméstico, sino también una especie de imagen hipersexualizada de la lujuria masculina. El cuerpo de la mujer se convirtió en una especie de instrumento comercial, construido a la medida de los deseos y la expectativa del hombre que debe seducir. La mujer doméstica de los años cincuenta pareció desvanecerse detrás de beldades de pecho voluptuoso y curvas sugerentes. O quizás, transformarse en ella.
Puede parecer poco importante e incluso intrascendente el hecho de cómo la publicidad maneja los tópicos y estereotipos sociales, pero a medida que se profundiza en el tema, es evidente que la publicidad es un espejo que refleja nuestras inquietudes y sobre todo, nuestros dolores culturales. Y de allí, lo peligroso que resulta el hecho que la mujer sea limitada y discriminada no sólo a través de lo que se muestra como una realidad aumentada de lo cotidiano, sino como una versión mucho más deseable del mundo corriente. Recuerdo que en más de una ocasión me desconcertó comprobar que para buena parte del mundo de la fotografía, la mujer no era otra cosa que una imagen endeble sobre el deseo masculino. Mujeres semi desnudas en poses sugerentes anunciando todo tipo de objetos y productos, como si el cuerpo de la mujer fuera un anzuelo suculento cuyo único sentido visual era la provocación. El cuerpo femenino usado como una herramienta más para mostrar, atraer y vender. Los rostros siempre idénticos, con la mirada confusa y desenfocada. Las bocas entreabiertas. La sexualización en cada elemento que forma parte del imaginario colectivo sobre lo femenino.
Los códigos para representar a la mujer no han cambiado en durante las últimas décadas. Se suavizan, se recubren de un guiño de humor, incluso parecen transformarse en una mirada crítica sobre la forma como la publicidad y la cultura que representa los utiliza. Pero en esencia siguen mostrando las mismas imágenes y bajo el mismo sentido. Mujeres en posición pasiva, sin voluntad, frágiles, con aspecto enfermizo. Mujeres que yacen rotas, en apariencia heridas, sin fuerzas. La provocación y la invitación parece ser incluso más directa. En la mayoría de las campañas publicitarias que usan el cuerpo de la mujer como carnada, el mensaje es el mismo: La mujer invadida, dominada. Una invitación a que el posible espectador haga lo que quiera y cómo quiera con el cuerpo femenino.
En Venezuela, el mensaje es tan común que se encuentra normalizado, parte del paisaje habitual. Vallas gigantescas donde una mujer semi desnuda anuncia bebidas, comidas, herramientas. Portadas de periódicos y revistas que celebran “la belleza de la mujer Venezolana” como parte de una idealización colectiva sobre lo que el cuerpo de la mujer debe ser. Y la agresión continúa, a la vista y muy directa, cuando la colección de imágenes que llena la publicidad nacional insisten en crear un concepto de lo femenino que depende por completo del hombre, que es una asimilación de la fantasía inmediata y adolescente que se tiene sobre el cuerpo y la sexualidad femenina. Pechos enormes, caderas redondeadas, el rostro joven y atractivo. La mujer Venezolana — la real — parece desvanecerse en una mirada cruel sobre su evolución intelectual y emocional. Como si su cuerpo fuera un objeto o aún peor, una imagen creada para satisfacer una fantasía cultural peligrosamente cercana a la necesidad de control.
Sí, se trata de violencia sexual. Lo pienso mientras veo página tras página de revistas donde la imagen de la mujer parece formar parte de un mensaje mucho más ambiguo y peligroso que el evidente. No importa lo degradante y duras que sean las imágenes, el beneficio económico que puedan reportar priman sobre lo perjudiciales que puedan ser. Pero más allá de lo pragmático está el hecho que para la mayoría de los hombres y también mujeres en el mundo, la imagen femenina utilizada como objeto y producto sexualmente accesibles es algo cotidiano. Asimilado hasta extremos que resultan desconcertantes. La mujer transformada en una muñeca inanimada, accesible y pasiva que se asume como parte del lenguaje cotidiano.
Lo vemos en todas partes, aunque no lo notemos. En letras de canciones, en las cuales se describe a la mujer como parte de un juego sexual de poder, en la que jamás tiene parte activa. En los personajes ridículos y secundarios que las mujeres suelen encarnar en el mundo del cine, en la mirada sexista de los videojuegos, en la pornografía en la que la mujer no ejerce su sexualidad sino que la ofrece en un rol casi humillante. No hay un sólo espacio cultural donde la figura de la mujer se encuentre a la altura del hombre, donde no sea minimizada, menospreciada e invisibilizada para encajar en un rol específico que la somete con un peso histórico insoportable. ¿Qué tipo de ideas sobre nuestra cultura sugiere la interminable sucesión de mujeres de mirada lánguida, de pie en posturas inclinadas, sin otra expresión en el rostro que cierta neutralidad bovina? ¿Qué expresa sobre nuestra manera de comprender a la mujer que la mayoría de las marcas de mayor arraigo y poder en el mundo utilicen a la mujer como si se tratara de un objeto costoso pero vacío que decora el escenario de venta? ¿Qué obsesiona a nuestra época cuando la mujer ideal tiene una figura portentosa pero permanece muda y callada, mirando en silencio a un público invisible? ¿Qué significa que la mujer publicitaria, la cinematográfica, la que se construye según los cánones de la cultura popular carece de personalidad, individualidad o tridimensionalidad?
Resulta desconcertante que la forma como la publicidad vende a la mujer sea tan significativa en la manera como asumimos su lugar cultural. Hablamos de una sociedad que promueve una feminidad incompleta, a trozos, definida por el deseo o la lujuria que pueda despertar. Una mujer sin rostro, transformada en una figura anónima de cuerpo deseable cuyo objetivo es representar la lujuria. Un referente inmediato que sin duda se heredará como una forma de agresión invisible, como otro legado social que coloca a la mujer en la difícil situación de luchar contra lo que la historia ha hecho de ella.
Como fotógrafa, conozco el poder del mensaje visual. Su perdurabilidad. Su contundente trascendencia en el espacio y el tiempo. Y por ese motivo, me preocupa tanto el hecho que lo que muestra la cultura visual sobre quienes somos, sea tan restrictivo, cruel e incluso violento con la mujer y su identidad perdurable. Cada vez que la fotografía de una mujer convertida en producto se hace parte del paisaje cotidiano, una idea se perpetúa en el tiempo, se hace parte de una generación que la asume como el estereotipo como inevitable. Un tipo de violencia de género tan sutil pero real de las pocas veces somos conscientes de su impacto. Que alimenta la agresión que sufre la imagen de la mujer a diario.
Es necesario transformar el cómo comprendemos lo femenino y lo masculino para lograr que esa sucesión de mensajes nocivos se detenga. ¿Podremos hacerlo? me pregunto mientras miro una valla donde una mujer escultural se abraza a una botella gigante de cerveza en un gesto tan sexual que resulta casi pornográfico. Quizás la pregunta sea más bien ¿estamos conscientes de la necesidad de hacerlo? ¿De lo imprescindible que resulta reformular esa noción que tenemos sobre el género hacia una expresión más sana y realista? No tengo respuesta para ninguno de esos cuestionamientos. Y quizás, eso sea lo más preocupante de todo.
Foto: kaosenlared.net