Hace seis años, uno de mis amigos me contó que su esposa lo golpeaba. Lo hizo entre risas nerviosas, con cierta timidez, restándole importancia al asunto. Cuando me preocupé por la situación que me describía, me dedicó una mirada incómoda.
— Tiene mal carácter, es todo.
— Aun así, es un comportamiento abusivo.
— Soy un hombre, no es abuso.
— ¿Qué tiene que ver?
— Podría defenderme de querer hacerlo.
¿Era así? me pregunté, desconcertada. No supe que pensar al respecto e incluso, me cuestioné si realmente exageraba con respecto a mi percepción sobre la situación que vivía mi amigo. Al final, me encogí de hombros y traté de analizar el asunto desde su perspectiva: su esposa era una mujer la mayoría de las veces amable, graciosa pero sí, tenía un temperamento volátil y casi siempre, violento. En varias oportunidades, me había inquietado su predisposición a la agresión y sobre todo su comportamiento agresivo. Recordé la ocasión arrojó la puerta del automóvil de mi amigo con tanta fuerza como para romper el cristal luego de una discusión trivial o en esa otra, en que le había abofeteado frente a un grupo de conocidos en medio de un acceso de cólera. Mi amigo había reaccionado con cierta pasividad e incluso con cierto sentido del humor. Pero a mí me había seguido pareciendo que las pequeñas escenas se repetían con demasiada frecuencia pero sobre todo, eran cada vez más complejas y peligrosas.
— Es violencia, puedas defenderte o no.
— No ocurrirá nada.
Tres años después de esa conversación mi amigo se divorció luego que su esposa intentara apuñalarlo en medio de una crisis familiar. Nunca interpuso una denuncia y de hecho, su inmediata reacción fue negar lo ocurrido y ocultar en la medida de lo posible, la situación de violencia a la que se tuvo que enfrentar durante más de seis años de matrimonio. Se trató de un suceso incómodo, que nadie en el grupo de amigos comentó demasiado pero que me dejó desconcertada y con una leve sensación de culpa, por haber menospreciado lo que parecía una situación inminente. No llegué a comentarlo nunca — perdimos el contacto y al final, no volví a tener noticias suyas — pero lo que me enseñó esa sesgada percepción sobre la violencia me dejó una lección moral que me permitió profundizar acerca de qué entendemos sobre violencia de género y sus límites.
Recordé todo lo anterior cuando leí un artículo que contaba sobre la muerte de un hombre argentino, luego de ser apuñalado por su esposa. Más allá de los detalles policiacos, la historia además tenía un preocupante matiz que me desconcertó: la víctima había realizado una denuncia por violencia doméstica frente a las autoridades de su ciudad dos semanas antes de morir. No obstante, no sólo no recibió atención legal sino que además, debió sufrir las burlas de los funcionarios a cargo que le llamaron “cobarde” y le acusaron “de falta de pantalones”. Dos semanas después, la tragedia demostraría que el maltrato y la violencia contra el hombre sigue siendo un peligroso punto en blanco dentro de la mayoría de las legislaciones del mundo y sobre todo, dentro del debate de género. Resulta preocupante no sólo como se ignora la posibilidad que el hombre sufra violencia dentro del ámbito doméstico — y a manos de su pareja — sino además, como se estigmatiza y se convierte en un nuevo tipo de discriminación.
Por supuesto, lo ocurrido en Argentina y mucho antes con mi amigo, no se trata de un hecho aislado. En casi ninguno de nuestros países, existe un programa puntual o instituciones que investiguen de manera directa la agresión contra los hombres en el ámbito familiar. De hecho, la idea resulta tan desconcertante e incluso incomprensible para nuestra muy machista cultura, que se considera casi imposible que algo semejante ocurra. Como ocurrió con la víctima argentina, las denuncias al respecto son inexistentes y en ocasiones, limitadas por la posible burla, agresión verbal e incluso indiferencia legal que reciben al llevarse a cabo. El resultado es un amplio espacio en el que la salud mental y física del hombre carece no sólo de protección sino también, de representatividad dentro de la percepción de la violencia de género. Para buena parte de nuestra sociedad, la violencia que afecta al hombre dentro del hogar es una excepción a una regla muy concreta: lo masculino jamás puede ser percibido desde la vulnerabilidad. Es esa percepción lo que provoca una grieta considerable en la manera general de percibir la agresión física contra el hombre y sus consecuencias.
La violencia de género contra los hombres, es un tipo de fenómeno oculto que pasa desapercibido bajo las estadísticas. Un forma de violencia que pocas veces se registra, se investiga e incluso, se analiza cómo una idea que afecta a un número considerable de hombres alrededor del mundo. Incluso, carece de una definición concreta: tal pareciera que el sesgo que condena a la violencia contra el hombre a permanecer oculta bajo la inexistencia de cifras y estadísticas al respecto, es incapaz también de definir en qué consiste un hecho que no por menos frecuente, carece de gravedad. Como hecho social y criminal, el maltrato al hombre se encuentra disimulado bajo cientos de perspectivas sesgadas y prejuiciadas. Una compresión sobre la violencia que se define a través de la discriminación.
Se le llama “viricidio” a la matanza sistemática de miembros de un determinado sexo y es la forma más frecuente para definir el maltrato masculino, aunque no se logra del todo y la mayoría de las veces, el concepto es mal utilizado en contextos específicos. La palabra tiene su origen en el término más general “genericidio”, un neologismo que fue utilizado por primera vez por Mary Anne Warren en su obra del año 1985 “Gendercide: The Implications of Sex Selection”.
En el libro, la autora analiza las intrincadas relaciones entre el prejuicio y la carencia de definición de lo que puede ser la violencia contra el hombre y además, llega a un punto álgido y peligroso sobre cómo nuestra cultura percibe al maltrato: ¿Sólo se asume las consecuencias de la violencia cuando encaja dentro de los estereotipos de género? ¿Por qué es tan difícil aceptar que la agresión dentro del ámbito del hogar y las relaciones de pareja excede el canon establecido sobre lo que un hombre y una mujer deben ser? Además, Warren reflexiona sobre la idea del tópico como principal obstáculo al momento de brindar una importante específica a la violencia contra el hombre. Después de todo, la búsqueda de la equidad medita y plantea la comprensión de equiparar los padecimientos y desigualdades de género sin distinción alguna. Entonces, ¿por qué en el caso del viricidio aún hay menoscabo de la figura del hombre? ¿Bajo que percepción sobre lo masculino se analiza un crimen que es tan absoluto y debe ser tomado desde la misma apreciación que uno cometido contra una mujer?
Se trata de un discurso complicado que aún lleva esfuerzos comprender desde los parámetros habituales, pero que es urgente profundizar. Ya hubo un debate semejante hace más o menos cuatro décadas atrás, cuando el Femicidio se analizó como un crimen relacionado directamente con respecto al género. Se trató de una discusión que incluyó las consideraciones sobre el rol y la identidad de la mujer de cara la apreciación legal hasta el mismo hecho de la violencia como idea social. Durante la década de los ’70 y ’80, se reflexionó sobre el femicidio desde el punto de vista de la dominación de género como también, la indefensión legal que sufre la mujer en buena parte de los países del mundo. No obstante, la visión sobre el viricidio parece resumirse únicamente a la posibilidad que el hombre pueda padecer la violencia a manos de una mujer o de su pareja. ¿Se trata de una actitud legal machista o de una percepción o de una percepción cultural mucho más profunda?
Al parecer, no existe una respuesta concreta al respecto. El hombre que sufre maltrato sigue siendo una figura que desaparece bajo las convenciones sociales pero sobre todo, que se desdibuja bajo la insistente intención cultural de racionar la violencia bajo un motivo o un criterio elemental sobre el papel de hombre y su rol social. La posibilidad se escuda a través de cientos de posibilidades que deforman la percepción de la violencia y culpabiliza la víctima. ¿Puede hablarse de real maltrato contra el hombre cuando el responsable es una mujer? Se trata de una interrogante que parece apelar a los habituales tópicos con respecto a la personalidad de la mujer y a la superioridad física del hombre. Un sustrato distorsionado sobre la comprensión del género al momento de comprender las implicaciones de una agresión física, mental y emocional de cualquier naturaleza.
¿Puede equipararse la violencia que sufre un hombre con la que padece una mujer en idénticas condiciones? La respuesta al cuestionamiento parece obvia pero durante buena parte de las últimas décadas, han sido motivo de discusión. Como si la mera posibilidad de considerar al hombre con una víctima no sólo provocara una distorsión sobre la percepción del maltrato sino un matiz de peligrosas consecuencias. Tampoco existe un verdadero interés en desentrañar los elementos que definen un crimen contra el hombre que suele pasar desapercibido o aún peor, se oculta bajo las elevadas y siempre preocupantes cifras del maltrato femenino. Tal vez por ese debate inconcluso, el término viricidio ha caído en desuso o en el peor de los casos, sigue siendo insuficiente para definir de manera clara lo que la violencia contra el hombre puede significar.
Una idea que resulta no sólo incómoda, sino una amenaza en sí misma. Se basa en esencia, en la manera como la cultura — la de cualquier país — comprende a la violencia. Hablamos de esa connotación que no sólo estigmatiza al comportamiento masculino sino que racionaliza la agresión como una idea que sólo puede existir se ajusta a una connotación sobre la fortaleza física superior o incluso, un privilegio patriarcal. Al hombre que sufre las consecuencias de la violencia — y no sólo en el ámbito doméstico — se le señala, critica, menosprecia y se convierte al prejuicio convierte en un arma para justificar un delito. Y aunque nadie duda que la violencia de género es mayoritariamente contra las mujeres, también es una problemática real en la vida de un significativo número de hombres alrededor del mundo. No sólo se trata de la forma cómo entendemos los alcances de la violencia sino también, como el estereotipo de género machista afecta nuestra percepción sobre la víctima. La imposición de una noción sobre la agresión y el maltrato afecta toda connotación sobre el sufrimiento emocional y físico que puede provocar una agresión de género. Y mucho más aún, cuando necesita justificarse bajo una concepción social errada.
La violencia de género contra el hombre se encuentra invisibilizada no sólo por el desconocimiento de su existencia sino también, por la imposición de un determinado estereotipo sobre quienes podemos ser y quienes no. La invisibilizan los propios hombres, debido a la educación y a la presión machista que deben soportar: la noción sobre la violencia que les convierte en víctima se encuentra en medio de un terreno de discusión en el que nadie quiere profundizar demasiado y que de hecho, se ha convertido en un cierto tabú. Lo invisibiliza la percepción de la víctima como débil, culpable e incluso, provocadora. Lo invisibiliza la sociedad que señala al hombre y le menosprecia por sufrir las consecuencias de agresiones y otras formas de estigma. Lo invisibiliza las mujeres que aún les lleva esfuerzo que la violencia es exactamente igual tanto para hombres como la que puede analizarse desde el ámbito femenino. Se trata de un fenómeno de control, destrucción de la identidad e menosprecio a la individualidad. Se invisibiliza al insistir que el hombre debe cumplir con parámetros muy concretos que sostengan la virilidad como un valor difuso y el criterio que debe cumplir con un canon binario que le aplasta bajo el peso de la exigencia cultural.
De vez en cuando recuerdo a mi amigo y me pregunto si habrá comprendido, como lo hice yo, las implicaciones reales de la violencia. Y me pregunto también si su caso — entre tantos otros — alguna vez mostrará las infinitas consecuencias de lo que el maltrato de género puede ser. Un largo trecho de concientización sobre la identidad cultural del hombre y la mujer que apenas comenzamos a recorrer.