Ser feminista en un país tradicionalmente machista, es quizás la decisión más arriesgada que cualquier mujer puede tomar. Se trata de un riesgo que te expone al cuestionamiento diario, sino a la perenne sensación que te encuentras en el lugar equivocado y sin duda, en el momento equivocado para debatir sobre un tema álgido como la igualdad y la equidad entre géneros. Por supuesto, no hablo de un riesgo físico — aunque hay la posibilidad latente — sino del simple hecho, que la feminista representa un tipo de visión sobre la mujer que transgrede directamente la percepción más tradicional que se tiene sobre ella. Una idea no muy agradable y mucho menos cómoda, cuando naces en una cultura que normaliza el menosprecio a lo femenino, que asume cualquier discrepancia sobre la imagen canónica de la mujer desde el desprecio y que, sobre todo, que se resiste con firmeza a la percepción de necesaria destrucción de estereotipos.
Pues bien, nací en uno de esos países. Aunque se suele insistir que Venezuela “no es tan machista” como otros países del hemisferio -como si se tratara de algo que celebrar — es lo suficiente como para aún reflexionar sobre la mujer desde un durísimo punto de vista. En Venezuela, la mujer es madre o está “explotada” — término soez que describe a una imagen hipersexualizada del cuerpo de la mujer —, es “decente”, “echada pa’ lante”, “madre abnegada” pero nunca parece encajar en un estándar real que celebre tanto sus virtudes como sus debilidades. La mujer venezolana es la Miss de pasarela, la madre que levanta a solas el hogar, la mujer que intenta sobrevivir a la condición de objeto sexual impuesta con la cultura. ¿Qué ocurre con el resto? ¿Con las que no calzamos — ni deseamos hacerlo — en ninguna de esas imágenes parciales, irreales y obsoletas sobre la mujer? Es una pregunta a la que me he enfrentado durante buena parte de mi vida. He tenido que lidiar frente al hecho de llamarme feminista — sin cortapisas ni mucho menos disimulo — en una cultura donde serlo es un anatema contra todo lo que se considera corriente y aceptable.
— No sé qué insistencia tienes de llamarte feminista en voz alta — me dijo una de mis amigas meses atrás — ¿no tienes miedo de lo que piense la gente?
No respondí de inmediato. Antes tomé un sorbo de café de la taza que tenía entre las manos en un intento de ordenar mis ideas. Pensaba en todas las veces en que he recibido llamadas de amigas, conocidas, incluso mujeres desconocidas, que me hablan sobre abusos, acosos, experiencias espantosas y que recurren a mí por el mero hecho que saben que jamás pondré en entredicho su credibilidad, que las escucharé con atención, que intentaré en la medida de mis posibilidades buscar ayuda. Pienso en las escandalosas cifras de embarazo adolescente en el país, en el trabajo invisible de todas las organizaciones feministas que conozco realizan para llevar educación sexual y anticonceptivos a lugares que nadie registra en estadísticas, que no parecen formar parte de estudio o de cifra alguna. Pienso en la presión y violencia estética que sufren las mujeres en Venezuela, la necesidad de la belleza como una forma de éxito social. Pienso en las cifras de feminicidio cada vez más altas, en esa cota numérica que no está incluida en ninguna parte y de la que nadie habla sobre violaciones y acoso. Pienso en lo desvalida que se encuentra la mujer en nuestro país, en el trabajo ingente que se realiza a diario, en la intención clara de toda feminista de empoderar a quienes lo necesitan. En esa concisa convicción que toda mujer necesita reconocerse como individuo, antes que como un objeto, un hecho histórico, una premisa social.
— Justamente, quiero que la gente se le quite el miedo de pensar cuando escucha que tengo ideas políticas — respondí, por último — ser feminista es una forma de dejar claro que toda mujer merece el control sobre lo que piensa.
No era una discusión para un desayuno entre amigas un domingo cualquiera, por supuesto. Pero en realidad, parece que nunca es el momento correcto para discutir sobre la mujer más allá de lo que se supone debe ser en una sociedad como la nuestra, obsesionada con el comportamiento femenino y en esencia, restrictiva y patriarcal. Mi amiga no dijo nada, pero de inmediato, la noté tensa y un poco irritada. Podía comprenderla. Pero ella había preguntado primero ¿no es así?
— Chica, no te lo tomes tan en serio. Lo que quiero decir es que hablas como si las mujeres no estuviéramos bien en Venezuela — comentó — y sabes que la cosa aquí es más tranquila que en otros lugares. Que…
La miro y aguardo que continúe. Y mientras lo hago, recuerdo a P., la chica que me escribió seis semanas atrás para hablarme que su novio la maltrataba pero que no podía acudir a nadie. “Dicen que son problemas de dos” me contó “que son cosas domésticas. No puedo mudarme, no hay plata”. De forma que toca aguantar. De modo que P. debe soportar palizas, agresiones sexuales y gritos porque no hay un lugar al cual escapar en nuestro país lleno de privaciones. También recuerdo el caso de la mujer que casi muere estrangulada en el estacionamiento de un céntrico centro comercial y a la que nadie ayudó ni escuchó gritar. La víctima despertó a solas en su automóvil, lastimada y llorando. Sola. También recuerdo el caso de la jovencita que acudió a encontrarse con un viejo conocido y terminó siendo violada y asesinada — y luego sepultada — en la casa de un hombre en quien había confiado. La cosa es mucho más tranquila, pienso con un sobresalto. ¿Esa es la percepción que se tiene sobre la situación de la mujer en nuestro país?
— Mira, lo que digo es que no hay que tomárselo muy en serio — prosigue mi amiga — no como tu te lo tomas, al menos. Puedes ayudar y hacer lo que creas necesario, pero ¿llamarte “feminista”?
Escucho comentarios parecidos con frecuencia, claro. Lo hacen mujeres y hombres por igual. Y con argumentos muy parecidos. Mujeres que insisten que una mujer “feminista” es una idea contradictoria, vulgar e incómoda. Hombres que no dejan de repetir que una “feminazi” es alguien obsesionado con el comportamiento femenino. En una ocasión, alguien me insistió que era una mujer “muy mujer” para rebajarme a las peleas “feministas”. Me quedé tan sorprendida y desconcertada, que no me enfurecí de inmediato.
— ¿Una mujer “muy mujer”? — pregunté.
— Te lo digo como halago — insistió — eres bonita, educada. ¿Para qué llamarte “feminista”?
Me llevó años asumir que tener ideas políticas sobre género era un anatema en Venezuela, pero no sólo por su proverbial machismo, sino por la idea insistente que la política es una diatriba grosera y exigente para la que nadie tiene respuesta o entra en esa región inclasificable de la trampa y la componenda. En Venezuela, el feminismo secuestrado por la izquierda y convertido en una especie de objeto inanimado dentro de la maquinaria gubernamental, parece sometido a un inmerecido escarnio público en más de una ocasión. ¿Qué ocurre con las mujeres como yo, que trabajamos sin descanso desde nuestras respectivas trincheras y para quienes la palabra feminista es de una importancia capital? ¿Qué ocurre con la percepción insistente que el feminismo es una forma de negación de lo femenino? No se trata de una idea fácil de asumir. Mucho menos de manejar. Pero aprendí a hacerlo a medida que se hizo evidente que el feminismo era más necesario que nunca en el país que nací, era imprescindible para entender la coyuntura histórica que padecemos, pero, sobre todo, era una forma de rebeldía. Una evidente, decidida y tenaz contra el autoritarismo.
— Me llamo feminista porque lo soy — respondí — es la manera definir lo que pienso, mi postura política y mi inclinación social. ¿Eso qué tiene de malo?
Dije lo anterior en voz lo suficientemente alta como para que varios comensales del pequeño restaurante en el que nos encontrábamos, nos dedicaran miradas sobresaltadas. Uno de ellos me escudriñó con los ojos entrecerrados y después, inclinó la cabeza hacia su acompañante, una mujer que apretó los labios incómoda. Suspiré. la batalla diaria no será sencilla, dijo una vez Doris Lessing. Ah, querida mía, cuánta razón tenías.
— Bueno, como te sientas mejor — dijo entonces mi amiga, nerviosa y a estas alturas, fastidiada — pero llamarte así…
Llamarme “así”. Lo pienso mientras conduzco de regreso a casa. En la radio, alguien comenta sobre el cadáver de una mujer, que alguien encontró en un descampado en las afueras de la ciudad. Tenía las manos quemadas y el rostro también. Más tarde, leeré sobre el caso de Lucía Pérez, violada y asesinada de una manera atroz en su natal argentina y cuyo caso fue juzgado como “ventas de drogas” y no feminicidio por los tres jueces de la causa. También revisaré la sentencia del caso de una mujer en Cork (Irlanda), víctima de violación y cuyo agresor quedó libre y absuelto, debido a que “no pudo demostrarse suficientemente su culpabilidad”. ¿Una de las pruebas a favor de su inocencia? La ropa interior de la víctima. Un tanga de lazo que según la defensa “invitaba a la relación sexual”.
Me llamo Feminista en voz alta, claro está. Y seguiré haciéndolo porque quizás, esa convicción de crear un espacio de discusión sobre la igualdad y la equidad sea más necesario que nunca. Una lucha a ciegas en un campo minado para alcanzar un ideal de justicia, de poder individual y sobre todo, de cristalizar esa identidad compartida que une a todas las mujeres del mundo de una otra forma. Una forma de sincera sororidad.
Comment (1)
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Esa misma experiencia la tengo cuando «declaro» que soy feminista, en Venezuela. He sentido como juzgan riendo, o desaprobandome y es agotador, pero me alegra saber que en este mismo país por lo más , hay otra feminista declarada!